Noa, madre de la única niña con DYRK1A en Galicia: «Las mamás de niños con discapacidad nos entendemos con solo mirarnos»

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Noa Tudó, profe de adolescentes y madre de dos niños, la pequeña con el síndrome DYRK1A.
Noa Tudó, profe de adolescentes y madre de dos niños, la pequeña con el síndrome DYRK1A. MARCOS MÍGUEZ

El valor de las madres enseña los dientes en la enfermedad. La maternidad no es de color de rosa; aquí va de apegos feroces y de pequeños milagros. Ellas cuentan. Ellas enseñan las únicas armas que valen la pena

26 nov 2025 . Actualizado a las 21:30 h.

Aitana no siempre tiene ganas ni fuerzas para vestirse, no suele seguir una conversación y no es de esos niños que duermen del tirón. Le encantan el agua y los animales (en especial, Nana, la perra que es su compañera de juegos), bailar con su madre canciones de Taylor Swift y reírse, reírse mucho. Aitana sonrió hasta cuando le pusieron gafas para sus cinco dioptrías. Tiene momentos difíciles, pero también una sonrisa que le quita todas las penas a su madre, Noa, una profe coruñesa que no tiene tiempo para darle chance a la crisis de los 40. Ella se vuelca en otras prioridades.

Noa cumplirá 41 años el 24 de diciembre, «un buen día para nacer». Hija única que en breve acogerá en casa a su padre, Noa tiene dos hijos, un niño de 10 y la pequeña Aitana, de 4, y suma al trabajo sin tregua de la crianza el de ser profe de instituto. ¿Es tan dura la adolescencia como la pintan? «La adolescencia es complicada —piensa—. Los chicos pasan hoy mucho tiempo solos en casa, y creo que tienen falta de atención, de cariño. Así que hay veces en las que no se puede exigir. Hay que tener en cuenta que llevan una mochila. Yo cuando uno de ellos me falta al respeto lo primero que hago es decirle: ‘‘¿Te das cuenta de cómo me acabas de hablar?''. Y más de una vez rectifican y piden disculpas. Dicen: ‘‘Profe, tienes razón''».

Creyente volcada en su parroquia, San Rosendo, de la Sagrada Familia coruñesa, miembro del Club de Malasmadres desde los inicios («me hace tomarme la maternidad con humor y sentirme menos juzgada», afirma) y colaboradora desde hace más de un año de Manos Unidas, Noa tiene claro que «venimos al mundo a ayudar. Es duro verlo así, pero es que es así». «Si los que podemos no hacemos nada, ¿qué sentido tiene todo?», plantea esta luchadora que sufrió dos abortos entre sus dos partos y que afronta la maternidad con dificultades y rutinas extras, como las cuatro horas de tratamientos semanales que necesita su hija.

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Aitana es única. Y es la única paciente en Galicia con DYRK1A, enfermedad rara a la que da nombre un gen localizado en el cromosoma 21, y caracterizada por signos y síntomas como son discapacidad intelectual, problemas en el aprendizaje y en el uso del lenguaje entre otros. Noa es su madre. Esta profesora de instituto no tiene tiempo para darle chance a la crisis de los 40. Ella se vuelca en otras prioridades. «Las mamás de niños con discapacidad nos entendemos con solo mirarnos». âœðŸ» Ana Abelenda 📹 Marcos Míguez

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Aitana es única. Y es la única paciente en Galicia con DYRK1A, enfermedad rara a la que da nombre un gen localizado en el brazo largo del cromosoma 21, y caracterizada por signos y síntomas como son discapacidad intelectual, problemas en el aprendizaje y en el uso del lenguaje, dificultades en la alimentación, ataques de epilepsia o alteración conductual dentro del trastorno del espectro autista.

El hijo mayor de Noa, que tiene altas capacidades, ejerce mucho de hermano mayor. Sus padres lo implicaron desde el principio en el equipo familiar. «Mi hijo está ya en modo privacidad, poniendo el primer pie en la adolescencia. ‘‘¡Aitana, no me quites mis cosas!”. Yo le digo: ‘‘Tienes que entender que es pequeña, que a lo mejor no te entiende''. Yo, desde el día en que nos dieron el diagnóstico de la niña, intenté trabajarlo mucho como pareja y con su hermano, al que en la medida en la que él podía entender, quisimos decirle que su hermana tenía un retraso, un retraso debido a una enfermedad genética, y que eso hacía que necesitara un poco más de apoyo y comprensión a la hora de hablar o de jugar. La verdad es que él entendió y ayuda mucho», sitúa Noa.

En España hay actualmente 38 casos documentados de DYRK1A, una enfermedad de la que se contabilizan solo 900 casos en todo el mundo.

«Está jugando y dice: 'Esta fresa es roja'. Cuando lo dice, ¡me caigo del sofá! Me sube una emoción tremenda por la garganta... ¡Es que te cojo y te como!, le digo»

 

Primeras señales

El embarazo de Aitana fue, prácticamente, normal. «Iba todo bien, pero lo que veíamos era que iba un poquito más despacio de lo que debería. Nació con microcefalia, un centímetro por debajo del perímetro craneal mínimo. No era muy llamativo, pero sí algo para tener en cuenta. A los cinco meses, la cabeza le paró de crecer del todo. Y esa fue la alarma total», relata Noa.

El ojo de la maestra de educación infantil que fue antes de dar clase a adolescentes le decía que su niña tenía algo. «Veía, por ejemplo, que no me sonreía lo suficiente, que no se fijaba en objetos con sonido, que se enfadaba cuando la ponía bocabajo y no era capaz de sostener el cuello», detalla. Cuando Aitana cumplió los 8 meses, su pediatra la derivó a atención temprana, tuvieron las correspondientes citas con el rehabilitador, la psicóloga, la neuróloga... «La cabeza se le cerró antes de tiempo y se le formó un pico en la frente. Tenía plagiocefalia (aplanamiento en la parte posterior de la cabeza)», explica Noa.

Los médicos les recomendaron que operaran a la niña para hacerle sitio a su cerebro para crecer. La operaron en dos veces, porque la primera no llevó bien la anestesia. «Ese primer año y medio de Aitana fue complicado, en parte porque al principio no teníamos el diagnóstico», cuenta Noa, que no contó con él hasta pasados los 3 años y medio de Aitana.

Convivir con DYRK1A, señala esta madre todo-coraje, se traduce en la necesidad de tener las rutinas muy marcadas, para evitar que se desregulen. «En agosto tuvimos un problema de desregulación emocional —menciona—. Eran muchas vacaciones, faltaban rutinas de cole y a ella, con síntomas de autismo, se le hizo complicado. Y se ponía agresiva conmigo. Ahora ya tiene sus rutinas y está mejor, pero no es fácil. No es agradable que un hijo te pegue, pero entiendes que es cómo expresa su frustración. Que ella esté bien implica un montón de terapia; ocupacional, con caballos, logopedia, piscina adaptada [una actividad que tiene WestGalicia, que acoge a familias con distintos síndromes y facilita los respiros familiares]».

Entre los signos de retraso en el desarrollo está el que sufre en el uso del lenguaje. Aitana está utilizando una tablet para expresarse. Hasta los 6 años no le harán las primeras pruebas sobre el retraso intelectual que presenta. Le cuesta subir y bajar escaleras, pero este verano pudieron retirar el pañal y está aprendiendo a vestirse. «Ahora está empezando a escaparse corriendo, algo que no hacía... Esto es un aprendizaje constante», resume Noa.

Socialmente hay mucho camino que recorrer para barrer la polvareda de comentarios hirientes y dedos que señalan: «Qué niña más rara». También como madre duele ver que «tu hija participa en la coreografía de la función que hace su clase, pero a otro ritmo, como alma libre que es», manifiesta.

El trabajo de encontrarle motivo y nombre a cada una de sus diferencias corre en buena medida a cuenta de sus padres. «Al médico le explicas tú, generalmente, qué tiene la niña: problemas con el sonido, problemas con la selección de alimentos o cuando le cortas las uñas por hipersensibilidad».

Lo «más angustioso» de la enfermedad es «no saber», considera Noa, que siente debilidad por un rasgo de su niña. «Me fascina su sonrisa, ¡cómo se ríe! Le encanta bailar. Nos ponemos a bailar en el salón y se nos pasa todo. Le valen Aitana, Taylor Swift y los Cantajuego... A través de la música ha aprendido mucho lenguaje», comparte Noa, que le quitó a su benjamina las ganas de guitarra con un ukelele.

Una orquesta tienen en casa, con sus más y sus menos, pero en la que la esperanza entra cada día por la ventana. «Fue emocionante el primer día que Aitana empezó a decir palabras. Ella no sigue la conversación, pero está empezando a decir frases. Está jugando y dice: ‘‘Esta fresa es roja''. Cuando lo dice, ¡me caigo del sofá! Me sube una emoción tremenda por la garganta... ¡Es que te cojo y te como!, le digo».

La niña no ha tenido ataques de epilepsia (uno de los síntomas del DYRK1A), pero sí ha sufrido una crisis de ausencia. Pasó. Aunque es inevitable elucubrar qué vendrá mañana.

En Galicia, el único diagnóstico que se conoce de DYRK1A es el de Aitana. Esta familia encuentra su red en otras familias: «Las mamás que tenemos niños con discapacidad nos entendemos con solo mirarnos». Cuentan con una asociación en España que ampara a pacientes y familias, y trata de avanzar en la investigación de por qué se desarrolla el DYRK1A y cómo afecta.

«Por la sonrisa de Aitana, soy capaz de todo», dice Noa, que asume el legado de su abuelo, que antes de morir le dejó una perla de sabiduría: «En la familia lo importante es cuidaros unos a otros». Por familia Noa también tiene a sus amigos, que son los hermanos que la vida nos regala a las que somos hijas únicas.

Celicia Rodríguez y su hija, Laura.
Celicia Rodríguez y su hija, Laura. Miguel Souto

La lucha de Cecilia, con nueve enfermedades raras: «Hay días en que me rompo, pero lucho por mi hija. Ella es mi motor»

 «Acompañar a mi hija en sus enfermedades es vivir con el corazón en carne viva», afirma Cecilia, madre de una niña con la que libra una batalla contra el síndrome de Ehlers-Danlos hipermóvil, el de KBG, la gastroptosis y las migrañas, entre otras dolencias. Cecilia ha participado, como Noa Tudó, en el proyecto solidario Ellas cuentan, del Club de Malasmadres, comunidad emocional 3.0 para madres que alivian con humor penas y culpas

 

Ni dulzura ni glamur ni confort de hogar donde las penas se endulzan haciendo galletas y tartas caseras. La maternidad de Cecilia Rodríguez —que convive, a sus 31 años, con nueve enfermedades raras y con las cinco dolencias diagnosticadas a su hija, Lau— es una historia de enfermedad y de esa clase de coraje que el amor usa como arma.

Cecilia se levanta y lucha. Lucha contra el dolor al hacer el desayuno, lucha para contener las náuseas mientras cubre formularios del cole de su hija y lucha para esconder el temblor de sus manos para no asustarla. Esta joven madre no recuerda siquiera un pedazo de la infancia sin dolor. «Mi primer recuerdo tiene un síntoma pegado al cuerpo, como si algo estuviera torcido desde el principio», revela.

Las primeras señales de enfermedad en esta madre todo coraje de Lalín, que hoy pelea junto a su hija de 13, fueron digestivas: vómitos, problemas de tránsito, pérdida de peso no buscada. Como si el cuerpo de Cecilia hablara «un idioma que nadie sabía descifrar». A ese idioma dio vigor y color en el libro El arte de ser rara.

Pero pasó media vida esperando respuestas. Cerca de los 25, recibió el primer diagnóstico: un síndrome compresivo vascular, el síndrome de Wilkie. Y a los 29 encajó el golpe «que ordenó, y desordenó, todo: el diagnóstico genético, el síndrome de Ehlers-Danlos hipermóvil, un grupo de trastornos genéticos hereditarios. Al fin, nombres para explicar años de dolor, dudas y sentimiento de culpa de Cecilia, que emprendió desde muy niña un periplo médico que la llevó a viajar junto a sus padres por toda España. «Hasta que tuve el primer diagnóstico pasaron 25 años, diez de ellos con una sintomatología crónica que para la sanidad era invisible. Viajé siendo niña y viajé siendo adulta: Málaga, Barcelona, Valencia...». El viaje continúa.

El síndrome de Wilkie fue un alivio para años de incomprensión sanitaria y social. Y ella piensa que quizá al retraso diagnóstico contribuyó el hecho de que en ella convivieran el autismo y los síndromes compresivos vasculares. «Mi alimentación excesivamente restrictiva por texturas, colores y formas nunca se relacionó con nada. Que pudiera pasar tres años comiendo exactamente el mismo alimento no les parecía relevante», expone, y añade que los médicos solían despachar el tema con vaguedades. «En la infancia todo se explicaba como ‘‘llamar la atención´´; en la adolescencia, como ansiedad; cuando fui madre, como estrés de ser madre joven. Con los años, la frase que más oí fue: ‘‘Eres muy joven para tener algo grave´´», revela esta paciente diagnosticada de TEA (trastorno del espectro autista) a los 31.

Toda su vida ha sido la del tenso cansancio dolor a la espera. «¡Aprieta los dientes, muchacha!»; esta frase, «casi un grito de guerra en el anime», le diría la Cecilia que hoy lucha por su hija a la adolescente a la que amigos y su pareja de entonces dieron la espalda. «Le diría que se agarre fuerte, que va a doler, pero también que va a descubrir una fuerza que todavía no sospecha, que nace entre el miedo y los dientes apretados», asegura.

COSTES INASUMIBLES

A la falta de conocimiento y sensibilidad en el trato sanitario que vivió a menudo en su odisea hospitalaria, Cecilia suma la incomprensión y el abandono de parte de su entorno. Pero prendió luz en las sombras: «Cuento con una comunidad preciosa nacida de NOESSVI [grupo de apoyo a personas con enfermedades raras del que es cofundadora], con una comunidad de fibromialgia gracias a la Asociación Fibro Visibles. Me han abrazado como nunca lo habían hecho en mi enfermedad. Y tengo dos pilares que lo sostienen todo: mi hija Lau, que es mi motor, y mi pareja, que es constancia pura. Ellos están, pase lo que pase, siempre están ahí. Y eso es casi una forma de milagro», se emociona Cecilia.

«No enfermamos solos: también se enferma el bolsillo, el tiempo y la salud emocional»

Es un amor que compensa las carencias a nivel institucional, donde existen «incapacidades que se niegan, dependencias que se retrasan y tratamientos básicos fuera de cobertura», indica Cecilia, quien apunta que, «si tienes un seguro de salud, puedes salvarte de costes que ascienden a unos 40.000 o 50.000 euros por una sola intervención», algo «inasumible» para una madre que cría en solitario en un hogar monoparental. A ese montante hay que añadir la bola creciente de cargas. «No enfermamos solos: se enferma el bolsillo, el tiempo y la salud emocional», subraya.

Los costes de su puñado largo de enfermedades «empiezan mucho antes del dinero». En todo lo que una paciente necesita para poder vivir su día a día, señala: «bastón, collarín, silla de ruedas, ayudas técnicas, adaptaciones en casa, terapias para sostener el cuerpo, terapias para sostener la mente, informes privados, pruebas diagnósticas que la pública no ofrece o tarda años en valorar. Esa lista es interminable, pero cae, siempre, sobre las mismas personas: las pacientes». Solo para costear sus propios tratamientos puede gastar entre 300 y 400 euros cada uno o dos meses. «Si a eso le sumas los tratamientos de mi hija, las terapias de ambas, la alimentación específica —sin gluten, sin lactosa, baja en histamina—, una vivienda que no es accesible, una cesta de la compra cada vez más cara… es imposible mantenerse sola». Con una pensión de incapacidad de 660 euros y sin pensión de alimentos por parte del padre de Lau, las cuentas en casa de Cecilia no cuadran.

La relación con otras madres ha sido un refugio para Cecilia. Madres que viven con enfermedad o que crían a hijos e hijas con enfermedades raras. «Con ellas la conexión es casi visceral. No hace falta explicar nada: entienden el cansancio, el miedo, la organización titánica que hay detrás de cada gesto cotidiano. Esa empatía no la he encontrado en ningún otro lugar. Ellas sostienen mi día a día; son la estructura emocional que me permite moverme alrededor de mi motor, que es mi hija», valora. Las quedadas entre pacientes de Fibro Visibles son para Cecilia un soplo de vida: «mujeres que se abrazan sin juicio, que dan sentido, que dan aire, que dan comunidad. Allí encontré algo que en la enfermedad rara es casi milagroso: un espacio donde nadie se siente exagerada, ni frágil ni ´´demasiado´´.  Allí todas somos humanas, simplemente humanas», subraya.

«Hay días que siento que me rompo, pero sigo porque no tengo alternativa… y porque Lau me mira. La maternidad, así vivida, no es dulce: es resistencia, instinto y una forma feroz de amar», asegura esta mamá real que encontró en el Club de Malasmadres el «permiso para ser humana», en el que ha participado en la más reciente edición de Ellas cuentan, un proyecto solidario puesto en marcha junto a Cinfa para ayudar a las mujeres que lidian con una maternidad diferente. Gracias al club fundado por Laura Baena nos hemos puesto en contacto con Cecilia. 

Su hija es lo que compensa todo eso que a ella le ha quitado y le quita la enfermedad, sus enfermedades (hipotiroidismo, síndrome de Ehlers-Danlos hipermóvil, síndromes de comprensión vascular como el de Wilkie, el del ligamento arcuato medio, el síndrome del cascanueces, el síndrome de congestión pélvica, el de ACNES múltiple o el de May-Thurner; gastroptosis y gastroparesia severas; disfagia y esofagitis grado B, síndrome de KBG, síndrome de activación mastocitaria, disautonomía y fibromialgia).

¿Cuál es la enfermedad más rara que padece y en cuál de las que sufre siente que se avanza más? «No sabría decirte con exactitud cuál es la enfermedad más rara que padezco, porque para eso habría que revisar registros nacionales y autonómicos», responde. Pero, a raíz de lo que ve en pacientes y asociaciones, «los síndromes compresivos vasculares son claramente de los más desconocidos y menos investigados». Y en cuanto a  investigación, donde sí empiezo a ver un movimiento real es en el síndrome de Ehlers-Danlos. No en todos los subtipos, pero sí en algunos como el vascular y, últimamente, el hipermóvil. En este último —el mío y el de mi hija— ya hay estudios recientes que están abriendo nuevas vías de avance», considera.

En recursos, según Cecilia, la realidad es diferente: «Lo poco que ha mejorado no viene del sistema, viene de las pacientes, de los grupos y de las asociaciones, que están consiguiendo que las nuevas generaciones no esperen décadas para entender qué les ocurre». El diagnóstico sobre la atención al tipo de enfermedades que padece lo resume esta gallega de la siguiente manera: «La investigación empieza a despertar, pero los recursos siguen dormidos. Y entre un sistema que no llega y una sociedad que no mira, somos las pacientes las que seguimos empujando».

Cecilia y su hija comparten el Síndrome de Ehlers-Danlos hipermóvil, el de KBG, la gastroptosis y las migrañas. Juntas en el dolor, pero con roles desiguales, como es natural. «Ella es un motor inmenso en mi vida, pero no es un sostén emocional. Es una menor, y es mi hija, no mi refugio. Hay partes del dolor, del miedo y de la incertidumbre que no le pertenecen. Mi responsabilidad es protegerla, no cargarla», piensa Cecilia, que en un momento de su vida llegó a plantearse «seriamente desaparecer». En ese momento, pesaba 38 kilos, «no podía comer ni beber». «No existía la ley de eutanasia y, aun así, la idea de dejar de sufrir dejó de ser un tabú y se convirtió en una posibilidad real...», revela. Pero Cecilia miraba a su hija y «la idea se rompía. Era la certeza de que solo me tenía a mí lo que me mantenía respirando. No fue un pensamiento poético: fue supervivencia pura. Años después, cuando entendí que muchos de mis pasos podían anticipar los suyos, algo en mí despertó con una ferocidad que nunca había sentido. Ya no podía permitirme caer. No por valentía, sino porque mi derrumbe tendría eco en su vida. Desde ese día, mi motivación se multiplicó. Mi disciplina, mis ganas de entender, de buscar, de luchar, todo se duplicó. Una hija no solo te cambia: te obliga a reordenar todo lo que eres. Ella me enseñó a querer vivir. A vivir de verdad. No es que mi hija me salvara; me devolvió el deseo de quedarme», relata.

Y se quedó pero no quieta. Así se mueven en el calvario de la enfermedad, desde el amor, juntas, Laura y su madre. «Acompañar a mi hija en sus enfermedades es vivir con el corazón en carne viva», cuenta Cecilia, que no ignora que su hija lleva su propia carga singular: síndrome de Ménière vs. migraña vestibular y la migraña con aura.

Las dos libran a diario una lucha contra el dolor, la invisibilidad y el desaliento. «Acompañar a mi hija es aprender para protegerla. Formarme para que no herede la desinformación que sufrí», concluye esta guerrera de dientes apretados, corazón valiente y palabras carnosas, como fruta de hueso.