Marta Brulé, fundadora de la primera escuela de acompañamiento oncológico de España: «Mi hijo Guille es un milagro, hay tres casos en el mundo»

YES

Marta Brulé y su hermana Silvia, fundadoras de la primera escuela de acompañamiento oncológico de España.
Marta Brulé y su hermana Silvia, fundadoras de la primera escuela de acompañamiento oncológico de España.

24 nov 2025 . Actualizado a las 16:15 h.

Que la vida es un milagro lo sabe quien ha sentido su fragilidad y sus azares y caprichos. Como Marta Brulé, la primera mujer coach oncológica de España, una madre todo coraje que nunca tiró la toalla, que preparó varias veces el entierro de su hijo, vivo hoy contra todo pronóstico. Tras afrontar el cáncer en su hijo y uno en su propio cuerpo años después, ha convertido su odisea en entrega y acompañamiento a otras familias que, como la suya, se enfrentan al calvario de la enfermedad sintiéndose solas, poco entendidas.

Si la maternidad es un maratón, una carrera para toda la vida, el coraje y la resistencia de Marta van a la cabeza. «El cáncer me enseñó que las cosas pasan por algo», revela. «El cáncer me cambió la vida y me cambió a mejor», estremece con sus palabras esta mujer, solidaria desde jovencita. Su madre le enseñó que la caridad empieza por uno. «Uno es su mejor amigo, decía ella», detalla Marta, aprendiz de la empatía materna.

«El cáncer me hizo bajar a tierra, aprender cosas», cuenta. Parte de esa historia de Marta curtida en el dolor vuela ligera como una pluma en Piedras en los bolsillos, el libro en el que comparte su lucha por su hijo Guille.

Marta y su familia vivieron 14 años en Chile, dice que sus hijos se han criado dentro de un avión y usa el ejemplo de la mascarilla a bordo para reflejar lo primordial a la hora de cuidar: ponte tú primero la mascarilla de oxígeno si hay despresurización en cabina. «Esa metáfora a mí me resonaba y me fui dando cuenta de lo importante que es cuidarme. Por algo me vino el cáncer a mí cinco años después del de mi hijo, un cáncer de útero, muy simbólico en la maternidad», considera.

Hija de una generación de mujeres educadas en la entrega a los otros, Marta fue aprendiendo a defenderse, a encontrar esa misión que hoy asegura que le han dado las piedras de la vida. «Los cinco años que viví en oncología pediátrica me dieron la vuelta a la tortilla. No solo por la enfermedad de mi hijo, sino por ver morirse a niños. Eso es heavy, es algo con lo que no nos enseñan a vivir nunca».

La nueva vida de Marta comenzó ese día del 2013 en que vio lo cerca que está la muerte de la vida a raíz del primer diagnóstico de Guille. «El diagnóstico de la enfermedad de un hijo es terrible. Piensas: ‘‘¿En qué momento me he despistado?”. Soy una mamá abierta, liberal, bastante neurótica con la nutrición, la práctica de deporte... Pensé: ‘‘¿Cuándo me despisté yo para que ocurra esto?’’ —confiesa—. Mi hijo Guille es un milagro. Creo en los milagros porque él lo es, hay tres casos documentados en el mundo. A los 15 días del diagnóstico de mi hijo, nos dijeron que era incurable. Entramos en la etapa de los imposibles».

En ese proceso de años de lucha, Marta convirtió sus complejos en fortalezas. «Espontánea, megapositiva, capaz de ver el lado bonito de la vida, superrebelde» es, en su autorretrato Marta, que ya de niña se ganaba en el cole el apellido de «irreverente» por cuestionárselo todo. Por eso para ella no fue excepcional poner en duda que la enfermedad de su hijo Guille era «incurable». «¿Son ustedes Dios, tienen contactos para tenerlo tan claro?». «Es que no hay ningún caso...», decían. «¿Ningún caso en el mundo de alguien que haya sobrevivido a esto?». «Bueno, no hay ninguno documentado». «¡Ah!», respiraba ella con aires de esperanza.

«Aceptación y actitud sin resignación» es la receta (nada fácil) que propone esta mamá hoy volcada junto a su hermana —gran apoyo en su periplo hospitalario— en acompañamiento oncológico en Brulemocion. Tener actitud, para Marta, no es expandir a toda costa un sentimiento artificial de optimismo y alegría, sino ir asumiendo día a día «el terremoto emocional» que el cáncer provoca donde toca.

«Aprendí, sobre todo, a confiar en mi intuición y a vivir el presente», revela. «Yo no sabía lo que iba a pasar mañana, pasado o al cabo de cinco meses, pero sí lo que podía hacer en ese momento. Y lo que podía hacer era que mi hijo se sintiera bien dentro de las circunstancias. ¿Que se podía morir? Sí, pero podíamos vivir el momento. Mi actitud fue que Guille en cada momento presente estuviera bien, feliz, manteniéndolo alejado de la realidad que estaba viviendo. No sé si me equivoqué, pero eso era lo que me salía. Me pareció que no era nada productivo transmitirle toda la información que nos daban».

«Mamá, quiero ver el mar»

Guiada por su corazón en ese «territorio hostil» que es verse viviendo en la unidad de oncología, esta emprendedora multifacética de Madrid siguió adelante. El cáncer se multiplicó por tres: a Guille le diagnosticaron tres tipos de leucemia; linfoblástica, mieloide y un gen de origen desconocido. «Cuando se le empezó a caer el pelo y le tuvieron que rapar —cuenta—, me preguntó: ‘‘¿Mamá, me voy a morir?’’, una pregunta para la que no estás preparada. Le dije que para eso habíamos cambiado de hospital y que éramos un equipo. Él siempre confió en mí, que como madre me sentía muy culpable por todo».

La culpa la fue llevando con valentía la que fue distinguida en el 2019 por el Club de las Malasmadres con el Premio a la madre nacida para luchar. Ella es más de preguntarse paraqués que de anclarse en porqués. «Los porqués cierran puertas, los paraqués abren ventanas. Pensar así me tranquilizó siempre, para seguir adelante en contra de pronósticos y diagnósticos», dice.

Todas las cosas importantes cedieron en prioridad. «Mi prioridad absoluta pasó a ser Guille. Para mí hacer que sonriera un ratito era el éxito», asegura quien no dudó en cumplir entre otros un deseo especial de su hijo. Cuando estaba extremadamente grave, él le pidió ir a ver el mar. El marido de Marta, el padre de Guille, quedó «horrorizado» porque había que hacer 750 kilómetros en coche para que el sueño del chico fuera real. «Con 14 años, Guille pesaba 19 de kilos, y nos fuimos con Rosalía (que es la segunda mamá de mis hijos) a que se bañase en el mar. Decían que iba a morir... Si se moría, iba a morirse con la satisfacción de ver el mar. Me daba igual todo lo demás», cuenta su madre. Ese mismo coraje la llevó a cumplir el deseo de Guille de sobrevolar el océano destino a Chile para asistir a la graduación de sus compañeros.

«A él le ayudó mucho esa competitividad de deportista que ha tenido siempre», valora su madre, y esta que escribe piensa que Guille tiene a quien salir. Los exámenes médicos de este caso excepcional de chico los han visto en Estados Unidos, Chile, Israel, la India, Alemania, Japón... «Y no hay ningún médico que entienda cómo está vivo Guille. Está vivo, tiene secuelas y es un paciente crónico», resume su madre, una mujer todoterreno contra la adversidad.

«Hemos estado muchas veces al borde de la muerte. Muchas. Su donante fue su alma gemela, un chico de California, compatible, mucho más que cualquiera de la familia», cuenta. Pese a eso, hubo un largo tiempo en el que «nada funcionaba». Hueso y piel a los 14 años, Guille fue enviado a casa. Pero las del hospital no eran buenas noticias. «Una médica me explicó que nos mandaban a casa porque ya no podían hacer nada más», recuerda Marta.

A meses de infierno, recorriendo hospitales de medio mundo, y a un tiempo oscuro pero infatigable de «hacerlo todo pidiendo por Guille en todos los lugares», le siguió de pronto una mejoría sin explicación. «Mi hijo se moría, pero empezó a estabilizarse y a recuperar. Nos fuimos de España a Chile, estuvo ingresado allá, hubo que operarle. Y el doctor que lo llevó en St. Jude Children’s Research Hospital de Memphis decía: ‘‘Vuestro hijo es indestructible. No he visto esto en mi vida’’».

Poco a poco se fue estabilizando Guille, que perdió cole durante tres años y tiene daño cognitivo, «pero como él es como es al final hizo una FP, una segunda FP, y ahora trabaja como programador de aplicaciones en una empresa, tiene novia y se ha independizado hace unos días». A sus 25 años, Guille sigue con revisiones, hace ya dos años que no ingresa en un hospital. «¿Por qué? No lo sé. ¿Para qué? Mi hijo tiene una misión de vida, tiene dentro el alma de otro niño, Guzmán. Parte de Guzmán [su donante de célula madre] está en Guille y también parte de muchos niños que murieron», asegura Marta.

Ella se sintió sola, «muy sola», muchas veces en todo este camino, «con mucha gente alrededor» que la quería pero no era capaz de ayudarla. «¿Con quién me sentía yo comprendida y acogida? Con las otras mamás de oncología. Cuando quería hablar de la muerte, solo podía hablar con ellas. Los demás me decían: ‘‘No pienses eso. Todo va a salir bien. Guille es un guerrero. Tú, una roca’’. Y yo pensaba: ‘‘No me ayudas’’», cuenta esta luchadora que siempre tuvo apoyo en Silvia, su hermana, «la tía Silvi«, que dejó a su familia para volcarse con Guille y con su madre.

Marta y Silvia Brulé tienen la primera escuela de habla hispana de Acompañamiento Oncológico. En ella forman a pacientes que han vivido la experiencia del cáncer y a sus familias. «No es una empresa, es una misión de vida», asegura Marta, hoy «orgullosa» de sí misma.

Un rayo claro que cae dos veces en el mismo lugar. «Cuando me diagnosticaron el cáncer de útero, pensé: ‘‘¿Dónde está la cámara?’’. Me salva el humor. Fue un palo grande, pero yo siempre celebré la vida. Con el diagnóstico de mi ginecóloga, me fui a Chile a celebrar el 50.º cumpleaños de una amiga», comparte.

«Guille me preguntó: ‘‘Mamá, y si tú te mueres, ¿quién me va a cuidar?’’», revela con emoción en la voz. Y esta mujer que supo «de verdad lo que es ser mamá gracias la enfermedad de un hijo» tomó la decisión de operarse y no tratarse con quimio, guiada de nuevo por su intuición. «Me han llamado loca y de todo, pero los dos estamos aquí». Sin piedras en el corazón ni en los bolsillos.