
El horno Baixuali, en Picaña, volvió a servir panes y dulces después de que la riada arrasara por completo sus casas, su local y su querido pueblo. Hoy continúa en manos de la misma familia
27 ago 2025 . Actualizado a las 05:00 h.Solo hay que prestar un poco de atención para darse cuenta de que el horno Baixauli, en el corazón del municipio de Picaña, es un negocio con solera familiar y que hoy dirigen dos primos, Batiste Rubio y Vicente Baixauli. Un clásico reloj de pared, con su robusta madera, y un espejo, es uno de esos objetos con historia que atesoran. La abuela de Vicente se lo dio para que decorara un local centenario. Su posición privilegiada le permitió salir intacto de la riada que asoló el local y todo el pueblo el pasado 29 de octubre.
El horno tiene casi tres siglos de historia. Desde 1745, ni más ni menos. Y todos ellos con el apellido Baixauli, que hoy da nombre al negocio, como testigo. Siete generaciones familiares que siguen dando vida a esta panadería. Batiste es el principal encargado de que los panes, los dulces, los cruasanes y los icónicos pasteles de boniato —santo y seña del horno— estén preparados a primerísima hora. Él no es un Baixauli, pero sí que lo es su primo, Vicente, encargado de la gestión financiera. «La tatarabuela de mi tío Vicente ya era la dueña. Antes, la panadería estaba en el edificio de la biblioteca. Mis tíos ya nacieron en esta casa junto al horno hace 65 años», explica Batiste. Picaña es uno de los 87 municipios —y ocho pedanías de la capital— afectados por la dana de Valencia.
El horno se llamaba anteriormente Quatre Cantons —«cuatro esquinas» en valenciano— porque comparte sus dos paredes exteriores con dos carreteras que conectaban Paiporta con Torrente y Valencia con Albal. Era y es el epicentro del pueblo. Solo hace falta recorrer el tramo de la calle Mayor para asomarse al barranco del Poyo. Allí, a diferencia de en casi toda Picaña, el panorama aún encoge el corazón. Las casas en primera línea del barranco siguen en estado crítico. Los dos primos recogieron el testigo del padre de Vicente un mes antes de la catástrofe. Tenían mucha ilusión.
Batiste lleva más tiempo dentro de la panadería que fuera. Pronto dejó de jugar en la plaza del pueblo, a pocos metros del local, para comenzar a hacer horas extra. «Empecé a los 14 y hasta ahora, que tengo 42». La panadería abre desde bien pronto, pero a la hora de la comida ya casi no tiene actividad en su trastienda.
Varias tardes, como la de aquel fatídico martes, Batiste se quedó allí adelantando trabajo. «Estaba haciendo panetones y me tocaron a la puerta para decirme que quitara el coche, que venía la riada. Lo tenía aparcado junto al barranco y me lo traje aquí delante del horno», recuerda. Volvió entonces a los panetones, pero, de nuevo, otra advertencia, esta vez en forma de repiques. Era Joaquín Civera, párroco de la iglesia de Nuestra Señora de Montserrat, que trataba de avisar a sus vecinos con un método casi ancestral. «Las personas mayores nos decían que tocaban las campanas como en la riada de 1957. Era para avisar a la gente. Nos llegó antes el aviso de las campanas que la alerta del Gobierno», lamenta Batiste, que volvió a entrar en su panadería y trató de hacerle una videollamada a su socio y primo Vicente. El encuentro digital duró apenas 20 minutos. Tiempo suficiente para que el agua pasara de los tobillos de Batiste a casi la cintura.
No le quedaba otra que irse. «Agarrado a las ventanas pude llegar a casa de mi madre, que vive en la calle de atrás. A ella no le había entrado agua, pero cuando abrí la puerta, la riada acabó reventándola», rememora con amargura. Por suerte, como ocurre en muchas casas de pueblo de la zona, la madre de Batiste contaba con un primer piso donde pudieron pasar la noche a salvo. Aunque él no durmió apenas. Tampoco lo hicieron miles y miles de valencianos en una noche realmente angustiosa. No eran ni las siete de la mañana y no aguantaba más. Entró de nuevo al horno; todo era un desastre. «Todo destruido; todo inservible».
Empezó su particular remontada hasta que lograron abrir de nuevo, justo cinco meses después de la tragedia. Muchos les dieron ánimos, desde unos voluntarios madrileños que el mismo miércoles ya se presentaron allí, hasta los muchos clientes de la panadería. «Ellos también han ido pasando de generación en generación». Con esfuerzo, trabajo y mucha ayuda, la vuelta se hizo más llevadera.
Unas baldosas únicas
Los emblemáticos azulejos de la entrada están ahora solo en el interior. Un artista valenciano es el autor de los nuevos, con sus detalles en el tradicional azul y blanco con toques amarillos. A la izquierda de la puerta de acceso, un recuerdo en unas pocas baldosas: «Hasta aquí llegó la riada. 29 de octubre del 2024». Al frente, un mostrador de estilo clásico, pero reluciente. Que también huele a historia, aunque no a la del Baixauli, sino a la del horno mallorquín Sa Soca. Antes de Navidad, Batiste y su familia fueron hasta Baleares para despejarse y volver a conectar con su profesión.
Del particular Erasmus panadero, Batiste intercambió recetas con sus nuevos amigos. «Pensaba que sabía hacer ensaimadas. ¡Qué va! No tenía ni idea». Él también les enseñó algunos trucos, pero se guarda a cal y canto el secreto de sus pasteles de boniato. «Nunca se ha hablado de la receta fuera del horno», reconoce, con el orgullo de tener una herencia singular. Un legado que, pese a los estragos de la dana, sigue vivo con una nueva generación.