50 años de «Tiburón», la película donde el tiburón es lo de menos

Carlos Portolés
Carlos Portolés REDACCIÓN / LA VOZ

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Fotografía cedida por la Academia de Cine en la que se captura un plano del tiburón mecánico Bruce, durante el rodaje de la película «Tiburón», en la isla Martha's Vineyard
Fotografía cedida por la Academia de Cine en la que se captura un plano del tiburón mecánico Bruce, durante el rodaje de la película «Tiburón», en la isla Martha's Vineyard Academia de Cine | EFE

UN TERROR PROFUNDO. Hace 50 años que Spielberg jugó como quiso con los miedos de sus espectadores e insufló una fobia nueva en los niños de varias generaciones

15 jul 2025 . Actualizado a las 05:00 h.

Chanan. Chanan. Din-don-din-don-din-don chaaaaaanan. El hecho de que usted, muy probablemente, esté tarareando en su cabeza, es solo una de las medidas del hondísimo impacto cultural de Tiburón. Una película que se hizo no de refilón pero sí un poco de milagro. Un director pipiolo con miedo al agua. Un monstruo mecánico con los engranajes rotos. Un guion que adaptaba una novela de aeropuerto que solo con mucha benevolencia podría catalogarse como pasable. Que no había por dónde coger aquello, vamos. Que se desparramaba y escurría de las manos como la yema de un huevo. Y aun así tachán. O din-don din-don. O chanan. El resultado acabó siendo no solo una obra maestra sino también la razón por la que la mitad de los niños y jóvenes de varias generaciones acabaron cogiendo pavor a la parte honda de las piscinas —no digamos ya al mar, que entre sus olas parecía susurrar: «Como dejes de hacer pie, te mueres desmembrado»—.

MEDIO SIGLO DEL ADEFESIO

Tiburón, que cumple ahora medio siglo, es sólida como un bloque de granito. Pero precisamente por eso se redobla la dificultad de aproximarse analíticamente a sus muchas aristas y recovecos. Está el terror. Está la sociología. Está el hacer artesano de un cine manual que hoy es casi un recuerdo tan cálido como lejano. Está —y de esto, cosa difícil de entender, casi no se habla en las recapitulaciones y efemérides— el grandioso despliegue actoral. Porque al bicho demoníaco no se lo cargan unos señores cualquiera. Lo hacen filetes mano a mano Roy Schneider, Richard Dreyfuss y Robert Shaw. Y si este último, el histriónico y curtido y eventualmente fraccionado por la dentadura del escualo Robert Shaw, mereció algo en los Óscar o en algún lado, pero tampoco vamos a pedirle peras al olmo.

Las escenas que prenden retinas son, tirando por lo bajo, una docena. La colchoneta entre chorros de sangre histérica, una rotura completa de las reglas y una imagen indescriptiblemente horripilante. También una especie de carné de presentación del jovencito Spielberg. Las reglas que antes había a él no le valían o como mucho le valían a medias. Venía a reinventar, a revolver a remendar y a recolocar. Inventó un cine nuevo, y esto no es exageración. Uno cuyos tentáculos —o aletas—, todavía se sienten hoy. El padre del concepto moderno de taquillazo comercial, dándole una rosca adicional al entendimiento de las apetencias, fobias y filias de un público que estaba cambiando como cambiaba el mundo entero. Cosa que también tuvo su reverso negativo, y esto hay que decirlo. Porque la ristra de longanizas intragables de señores con capa y derivados es, en parte, la evolución algo degenerada de esta veda abierta por los peces asesinos y las guerras de las galaxias.

Pero difícilmente pueden imputársele al padre los pecados del hijo. Tiburón, con todos los vientos y las mareas en contra que tuvo desde el primer amago de exhalación, acabó definiéndose con las dimensiones y los rasgos de una obra maestra y redonda. Tan maestra y redonda, que a veces da hasta un poco de rabia por hacerle tantos ojitos a la perfección.

Y por si fuera poco todo esto, es que, además, entre los mares coloreados con sangre de bañista y los ataques feroces del adefesio oceánico, se asoman momentos de verdadera emotividad acongojadoramente conmovedores. Como el fragmento en el que los tres cazadores, ya a bordo del pesquero Orca de Quint y suavemente mecidos por el abrazo ondulante de la alta mar, intiman y comparten heridas pasadas. Una hermandad profunda brotada de las gargantas mismas de la tiniebla. Del peligro acechante. De la certeza casi segura de la muerte en esta ola, o en la siguiente, o en la siguiente... Y así, arropados por la capa negra de la media noche, se sientan a beber y a cantar y acordarse de las cosas que dejaron en tierra. Son precisamente estos instantes, en los que se resquebraja la fachada de vehemencia y arrojo hasta de los más aguerridos, cuando el espectador puede tomar la talla real de su valor y su sacrificio. Son los que fueron a donde nadie se atrevió. Los que hicieron lo que había que hacer.

Es cierto, no obstante, que solo al jefe Brody mueven los sentimientos puros de la protección de su familia y de su comunidad. El científico se embarca en pos de la fama y el pescador por el dinero y la honra profesional. Pero nada de eso importa cuando las mandíbulas del diablo con branquias se abren como una puerta a los infiernos. El ser humano se vuelve a la vez pequeño e inmenso ante el beso asesino de la adversidad.

De todo esto va la película. Así que no sería, ni mucho menos, cosa de botarates afirmar que, en el fondo, el tiburón, en Tiburón, es lo de menos.