Santi González, navegante: «En el Caribe aún hay islas salvajes con tíos que son los más felices del mundo»

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Tripular un yate privado o un velero de lujo es un trabajo exigente con vacaciones hipotecadas, que a cambio ofrece la oportunidad de conocer y vivir medio mundo
21 jun 2025 . Actualizado a las 04:48 h.A sus 33 años, Santiago González Pérez ha visto mucho mundo. Nada como dedicarse al mundo de la navegación, en cualquiera de sus facetas, para estar en disposición de recorrer buena parte del planeta y atesorar intensas experiencias vitales en cortos períodos de tiempo. A Santi el gusanillo le picó de chaval, cuando su infancia, a caballo de Vilagarcía y Vilanova, recaló en el extinto club de vela del Liceo, en la capital arousana. «Era muy pequeñito, pero aquello se me metió dentro y ya no paré. Compaginé el instituto con mi labor como monitor de vela y, cuando llegó el momento de estudiar, hice mecánico naval en el Instituto Politécnico Marítimo-Pesqueiro de Vigo», explica el joven navegante. Su futuro podría haberse encauzado hacia el mundo de los remolcadores, el mismo en el que hizo prácticas y para el que hoy trabaja en el puerto de Vilagarcía, con la naviera Ría de Arousa. Pero el destino le deparaba un perfil muy diferente entre un momento y otro: el de primer oficial en yates, en veleros de lujo.
La primera escala tuvo lugar en Lanzarote, donde a Santi le surgió una oportunidad laboral, entrenando la categoría Optimist en el Náutico de Arrecife. Allá, en Canarias, continuó formándose hasta obtener el título de patrón de altura. «Pasé varios años en temas de regatas de alto nivel. Lo que hacía, junto con otro compañero, era trasladar barcos desde sus puertos base o de gente que, por ejemplo, los compraba en Galicia y quería desplazarlos al Mediterráneo. Así fue como comprobé lo que me gustaba hacer y de lo que quería vivir».
La gran ocasión no tardó en llegar. Un velero de 45 metros de eslora y uso privado, tripulándolo como primer oficial para su propietario. Con él, Santi cruzó cinco veces el Atlántico, acumulando aventura tras aventura.
«En una ocasión nos quedamos sin máquina y sin viento a cinco días de la isla más cercana del Caribe y a otros cinco de las Azores; en el medio». El mecánico, que había sustituido al profesional titular de la embarcación, de baja por enfermedad, no acababa de dar con el problema. «Me puse el equipo de buceo para examinar si había una brecha en la hélice. Y ya ves, allí, a cinco días de tierra, con ocho mil metros de profundidad, lo primero que veo es un pez azul de tres centímetros». Aunque en la hélice no hay nada, no tardan en averiguar qué va mal: «El capitán y yo recordamos que una bomba, la que regulaba el paso de la hélice, no levantaba la presión adecuada. Eso era lo que nos tiraba el motor abajo. Así que desmontamos otra bomba, la acoplamos a la averiada con secadores de pelo para enfriarlo todo, y así aguantamos hasta llegar a las Azores, poco a poco, sustituyendo cada 24 horas los tornillos que se nos iban rompiendo».
La tónica era pasar el invierno en el Caribe hasta que el dueño del velero decidía volver a Europa. Nunca después de mayo, para esquivar la temporada de huracanes. La tripulación, formada por el capitán, el primer oficial, un marinero, una azafata y un cocinero, tenía entonces un margen de dos o tres semanas antes de poner de nuevo el yate a punto para la siguiente visita de su propietario. «Regresaba y nos daba nuestras fechas. Se hacía un tour, visitaba lo que quería visitar, buceaba donde quería bucear... ».
Aquel era un trabajo muy exigente, «porque el barco tiene que estar brillante y al jefe hay que dárselo todo en la mano antes de que lo pida». El dinero no es ningún inconveniente. No solo porque la paga sea buena, que lo es, sino también porque «a bordo tienes de todo, todo lo necesario te lo proporciona el barco». Lo malo, claro, es que tu agenda está en manos del patrón, y él puede descansar, pero la tripulación debe hacerse cargo de la navegación sin un despiste, y disponer así de un tiempo propio es como mínimo improbable.
Tras la experiencia trasatlántica, Santiago se suma a un proyecto potente, que aspira a dar la vuelta al mundo, pero la cosa se retrasa y tiene que dejarlo. Y a otro parecido, también en un yate, aunque de menor alcance, en el Mediterráneo, recorriendo las islas griegas, Ibiza, la costa italiana, Sicilia, Turquía... «La gran diferencia con el Caribe es que allí son todo islas y no todas están, digamos, europeizadas. Las hay totalmente salvajes. La gente no tiene nada para vivir, pero son más felices que en ningún otro sitio. En el Caribe ves a alguien viviendo en una casa de madera con cuatro ramas encima y es el tío más feliz del mundo».
En cuanto a la navegación en sí, Santi subraya la dureza del Atlántico. Mal tiempo, sobre todo en el sur, mar de fondo, grandes olas, «pero sabes lo que hay y que lo que haya pasará; el Mediterráneo, sin embargo, va de cero a cien. Puedes estar ahora con un día de sol estupendo y en un minuto rodeado de rayos y mangas marinas». Con todo, donde ha tenido que sudar es «en la costa norte, las rías altas, Fisterra, Cabo Vilán... El mar siempre te castiga, y como haya norte en condiciones o nordestada lo pasas mal».
Hace dos años, una oferta de las que uno no puede rechazar si quiere dormir en casa cruzó frente a su puerta y no la dejó pasar. «El remolcador también te exige el cien por ciento, puedo hacer vida en familia y ahora tengo calidad de vida». También su propio velero. Eso se lleva en la sangre.

En busca de patrocinio. Santi compró un velero, un 40 pies, en octubre. Junto a sus antiguos compañeros del Liceo compone una tripulación muy competente, cuya intención es prepararse para, en un par de años, estar ocupando las plazas altas de la clasificación en las regatas. El equipo busca un patrocinador.