Decían ayer en la sobremesa que el instinto más primario es el de alargar lo máximo posible la llegada de la muerte. Supongo que ese impás entre venir e intentar irse lo más tarde posible es lo que se llama vida. A algunas personas el alargamiento se les queda un poco corto, y doblan las servilleta y se levantan de la mesa muy pronto. Otros se quedan hasta los gin tonic y hasta el colacao de antes de dormir si hace falta y a veces, más de las que debería, en esa mesa de la que nadie quiere levantarse se producen conversaciones estériles que se alargan más de la cuenta. O que quizá no deberían haber pasado de un saludo protocolario.
Pero, ay, a veces es tan difícil cortar el flujo de comunicación que uno no es capaz de cambiar de tema sin romperse antes. O casi. Porque hay quien, como Buenafuente, es capaz de identificar las pequeñas grietas que van surgiendo un día, y luego otro, y otro más, y parar antes de partirse por la mitad. Otros llegamos tarde. Más bien, nos vamos tarde, a veces tan tarde que somos los que cerramos la puerta al salir. Y ahí el socavón es tan visible que las grietas ahora se hacen llamar fallas.
Hace años que las uvas de Nochevieja se han extrañado —y no por los vestidos estrambóticos de cierta presentadora, que también— pero no pasa nada. Que alguien se levante arrastrando la silla y diga ahí por el 2026 vuelvo es un buen presagio.