Luces

EMILIO R. PÉREZ DESDE EL ALTO

LUGO

24 dic 2025 . Actualizado a las 05:00 h.

Este año no decoré mi casa con adornos de Navidad. Ni árbol, ni Belén, ni bolas, ni luces parpadeantes aquí y allá. Nada. No es que haya sufrido de repente un repulsivo ataque visceral, enfermado o algo así; qué va. La cosa viene ya de atrás, de octubre o por ahí, cuando bajando como siempre a hacer mi ronda de costumbre Avda. de A Coruña abajo, observo estupefacto cómo al mismo tiempo que cambiaban los operarios la lumínica decoración urbana del San Froilán por orden del Concello, hacían lo mismo los hogares a uno y otro lado instalando con frenesí las luces navideñas en sus ventanas y balcones. Rayos, pensaba yo, me están robando porque sí un mes del año o dos, y dado que a mi edad cotiza el tiempo al alza, a medida que iba viendo proliferar bombillas me iba entrando a mí también una preocupante desazón por dentro, un progresivo sentimiento repelente tan potente contra todo cuanto parpadea, que hasta semáforos e intermitentes de vehículos me ponían frenético. Esto es serio, me digo. Llegados a las fechas razonables de ponerlas, estaba Garabolos tan en plan Las Vegas, que me orbitan las pupilas y entro en modo Míster Hyde a la gallega. Comprensible, por lo tanto, que este año luces fuera. Este lunes leo en La Voz: «Las urbes gallegas multiplicaron por cinco las luces de Navidad en una década». ¿Pero qué locura es esta? Ya no son solo las prisas por intereses consumistas, es que compiten entre sí por ver quien más proyecta a los espacios siderales su egolatría lumínica. Y el espíritu navideño, mientras tanto, el de verdad, en el trastero o en el olvido de otros tiempos. Si la arrogancia alimentara, el primer mundo reventaba.