




El gran arquitecto de la segunda mitad del siglo XX renovó la imagen de la ciudad con un modelo de fachadas de acero y vidrio promovido por la banca de Estados Unidos
18 jul 2021 . Actualizado a las 05:00 h.Hay que retroceder 70 años. «El ambiente arquitectónico de aquel entonces no era alto, pero había unos arquitectos veteranos muy buenos». Rey Pedreira, González Cebrián, Rodríguez-Losada, Bescansa, Tenreiro y Estellés... Albalat habla de finales de los años 50, cuando regresa de un verano iniciático de formación en la Academia de España en Roma, recién titulado por la escuela de Madrid, y emprende una carrera meteórica que pronto lo encumbra como el gran creador de la ciudad contemporánea. Hay que volver a las obras de aquellos veteranos para comprender el salto que se produjo en 1959 con el edificio de Citroën en la avenida de Oza.
El acero y el vidrio, la «caja de cristal» promovida por los bancos estadounidenses para deslumbrar a sus clientes con la visión del interior desde la calle, en un alarde de tecnología y márketing a la altura del momento, irrumpe en A Coruña con una fachada curva de rasgos expresionistas y la promesa de una nueva época. El modelo glass box había sido perfeccionado por los maestros del Movimiento Moderno, Mies, Johnson, Saarinen, S.O.M. y, más importante aun, Richard Neutra, al que Albalat conoce en su primera visita a España en 1954 e inmediatamente convierte en su referente.
En 1960 se cuentan en Galicia 38 arquitectos colegiados. Con la autarquía dando los últimos coletazos, en la periferia de la periferia la utopía y la modernidad no andan lejos la una de la otra. El desarrollismo y la especulación dirigen la construcción urbana, se levanta el Agra del Orzán y los bloques de viviendas se replican ad nauseam. En esa atmósfera de descuido y opulencia descolla el trabajo minucioso y reflexivo de Andrés Fernández-Albalat Lois (1924-2019). Ya a finales de la década de los 60, la mejor arquitectura coruñesa lleva su firma.
La flamante Alfonso Molina
Más o menos desfigurada por reformas sucesivas, queda su obra, desde la fábrica embotelladora de Coca-Cola, en colaboración con los hermanos Tenreiro, o la filial de Seat, coronada por el pabellón donde se exponían los codiciados 1500, 850 y 124, ambas en la flamante avenida de Alfonso Molina, hasta la sede social de la Hípica, al socaire del nordés en el borde de la Ciudad Vieja; el edificio Ocaso (viviendas y sede de la Jefatura Provincial del Movimiento) en la plaza de Pontevedra con San Andrés, proyectado con Rodríguez-Losada para el cierre del barrio histórico de la Pescadería, o el bloque de viviendas de Puerta Real, que cierra con soportales y un muro cortina acristalado para dar la réplica a las galerías tradicionales que lo preceden.
«Su afición era enorme. Trabajaba como nadie, dibujaba las instalaciones, yo recuerdo ir a verlo para consultarle cosas, tenías dudas e ibas a ver a Albalat», cuenta un arquitecto coruñés de la siguiente generación. En su estudio de la calle Príncipe, «siempre con sorpresas», se celebraban las interrupciones del maestro: «¡Escuchad este poema!», proponía. Educado en el seno de una familia de la burguesía ilustrada, aficionado a la música y la poesía y pintor de acuarela «con buena fortuna», entregó su trabajo y las oportunidades que le brindaron sus buenas relaciones familiares a la construcción de la ciudad y del tiempo que le tocó vivir.
«Afrontar el día con la misma alegría, se vaya a hacer un huevo frito o un edificio. Como diría mi abuelo: Conviene. Es posible. Hágase»
En el libro sobre su obra coruñesa, publicado esta primavera por el Ayuntamiento, José Ramón Alonso comparte una frase sobre el precursor proyecto de la Ciudad de las Rías (1968) que le escuchó 50 años después de esbozarlo en un extenso artículo en La Voz: «¿Fue una utopía? Puede que sí, pero a veces las utopías son realidades prematuras y lo importante no es lo que anuncian, sino lo que denuncian».
En un debate en La Voz a finales de los 90, Albalat acudió en auxilio de un joven arquitecto que se quejaba amargamente de las pifias que la política urbanística de Vázquez había dejado «para siempre» en la ciudad. «Carliños -consoló el veterano-, no te disgustes, para siempre no hay nada». Su nieto Andrés, también arquitecto, deja dos últimos consejos: «Afrontar el día con la misma alegría, se vaya a hacer un huevo frito o un edificio. Como diría mi abuelo: Conviene. Es posible. Hágase».