La amistad que nació del barro de la dana: «Lo cogí del brazo y pensé: 'Este chiquito a mí me va a salvar'»

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Jacobo y sus amigos se montaron en su furgoneta y se fueron a Valencia a ayudar, sin saber que entablarían un bonito vínculo con Pilarín y Antonio, afectados por la riadas
06 may 2025 . Actualizado a las 05:00 h.Es domingo. El día del padre, San José y la Cremà. Por fin la lluvia da una tregua a las Fallas. Están ya en el epílogo, pero Jacobo, Alejandro y Carlos quieren aprovechar el tiempo. Sonrientes y divertidos, pasan un buen rato de música y risas en el barrio valenciano de Ruzafa. Valencia es conocida como la ciudad de la luz y allí lo pudieron comprobar. Pero su historia con la capital del Turia empezó cinco meses antes en su pueblo, Riaza, de enraizada gastronomía castellana y deportes de nieve; situado en un lugar privilegiado de la sierra de Ayllón, en la provincia de Segovia. Como tantos y tantos jóvenes, se cansaron de seguir por televisión el desastre de la dana. Jacobo Montejo, Alejandro, su hermana Lucía y tres amigos más cargaron hasta los topes una furgoneta: «Pusimos un anuncio en Instagram de que íbamos a ir. Conseguimos unos tres mil euros y compramos palas, mascarillas, guantes, bombas de achique, mangueras... Fuimos un poco a la aventura», rememora Jacobo. No sabían nada. Ni dónde dormirían ni dónde exactamente iban a ayudar, solo tenían la dirección de una conocida en apuros. Pero tuvieron suerte. Una amiga les dejó un piso en Valencia y el acceso a las zonas más damnificadas no era tan complicado como parecía. Con todo más o menos claro, empezaron la faena ya con el propósito de alargar su estancia. El último día, el 5 de noviembre, cambiaron de tarea. Estaban cansados de limpiar barro y optaron por ayudar de otra manera. Se acercaron a una iglesia de Masanasa, reconvertida como tantos otros sitios en centros logísticos, a repartir comida a aquellas personas con dificultades para moverse. Llegaron a casa de una señora. Le dieron varios productos y, aunque agradecida, les pidió otro favor: que fueran a ver a su amiga, de la que hacía días que no sabía nada. Minutos después conocería a Pilar Bou y Antonio Escarlich. «Se me encendió una luz. Una lucecita que me daba esperanzas para pasar otro día. Y la prueba es que cuando se fueron lo pasamos mal», recuerda Pilar. Vecina de Masanasa de 80 años, necesitaba comida adaptada a celíacos y, con su calle y las cercanas aún anegadas, le resultaba imposible. Jaco y sus amigos se apresuraron para volver a la iglesia y traerle la comida al matrimonio masanasero. Era el inicio de una bonita amistad, y lo cierto era que todos ellos, jóvenes y mayores, eran ya conscientes. Lo sabían ellos: «Desde el primer momento conectamos muchísimo». Y también Pilarín: «Lo cogí del brazo y pensé: ‘Este chiquito a mí me salva’». Tocaba volver a casa. Intercambiaron teléfonos, direcciones, abrazos. En Riaza no se quitaron la dana de la cabeza. Organizaron un torneo de pádel benéfico. Consiguieron el dinero suficiente para volver a Valencia. Ayudaron a una psicóloga y logopeda a reabrir su negocio y le regalaron dos sofás reclinables y muchos más productos para celíacos a sus nuevos amigos. «Lo vimos en la tele y lo habíamos visto nosotros. Eso iba para largo, así que decidimos volver», destaca Jacobo.
Temblores con el agua
Se acababa la segunda visita y Pilarín aún no había puesto un pie en la calle. Aún tardaría semanas en hacerlo. «Tardé meses en salir porque sentía una suma tristeza». La dana cambió para siempre la vida de miles y miles de valencianos que perdieron todo, algunos incluso a familiares y amigos —son 228 víctimas mortales, 219 en la Comunidad Valenciana—. El himno regional roza su final, en valenciano, con aquello de «valencianos, en pie, levantaos», y Pilarín estaba en ello. «La dana fue un desastre muy grande. No estaba lloviendo y sin embargo nos empezó a entrar agua. Sentí muchos temblores cuando vi esa agua, que no era clara sino de un color rojizo. Entró con muchísima fuerza y por suerte pudimos subir a tiempo al piso de arriba. Se lo llevó prácticamente todo. Al principio no sabía qué hacer, me subí otra vez al piso de arriba y me puse a pensar y rezar», recuerda Pilarín. Sus nuevos amigos le ayudaron a hacerle más fácil la recuperación, al sacar de su casa el lavavajillas, la nevera, las sillas, el horno y muchos otros enseres básicos que quedaron inservibles tras la barrancada.

Llegó la Nochevieja y, entre las millones de llamadas, surge una nueva conexión entre Riaza y Masanasa. Les dijeron entonces que pensaban visitarlos en Riaza. Pilarín tiene al lado a Antonio, emocionado, mientras rememora la conversación. Su hijo José Antonio y su nuera ya tenían coche nuevo así que, como dicen en Valencia, ir a Segovia fue pensat y fet («pensado y hecho»). «Fue muy bonito, vimos que eran personas maravillosas. Nos trataron muy bien y nos dejaron un sabor de boca de esos que no se te olvidan», añade Pilarín.
Antonio está retirado, después de trabajar durante años como mecánico de máquinas tragaperras. Además, acudía regularmente a su pueblo, Tous, a cultivar y cuidar de sus naranjos. Ya no se dedica a ello, aunque lógicamente de naranjas sabe un rato. Cuando le dijo a un buen compañero que quería regalarles varias cajas a sus amigos segovianos, este garantizó que le daría las mejores posibles y que, de ninguna manera, bajo ningún concepto, pensaba cobrarle. Un regalo no se cobra. «Tranquilo, Antonio, que tú ya sabes que yo te lo arreglaré bien», le dijo su amigo. Pilarín y Antonio entregaron sus naranjas y pasaron unos días en grande bajo la hospitalidad de la familia de Jacobo y sus amigos. A todos les venía bien el viaje. A la familia valenciana para olvidar por unos días lo vivido y a los anfitriones por acoger a los que, sin conocerte de nada, te abrieron las maltrechas puertas de su casa. Jacobo inmortalizó sus dos últimos encuentros y les regaló sendos marcos a sus amigos. «Le dije: ‘No te la voy a quitar nunca, siempre estarás ahí’», añade Pilarín.
Aún quedaba un cuarto encuentro, el último hasta la fecha. Si Antonio, como buen valenciano, había ofrecido naranjas, ahora apostó por otra insignia gastronómica de su tierra en esta nueva invitación: la paella valenciana, con las Fallas —nada falta— como contexto inmejorable. Jacobo y dos de sus amigos, entre ellos Alejandro, siempre presente en todas estas visitas de ida y vuelta; aceptaron encantados. El matrimonio preparó con mimo el piso de Antonio en el municipio de Tous para que estuvieran a gusto y pudieran disfrutar tranquilamente de las Fallas. «Hasta nos hizo el almuerzo cuando nos fuimos», precisa Jacob. Y así fue cómo estos intrépidos jóvenes llegaron a aquella plaza del barrio de Ruzafa, a 460 kilómetros de su pueblo. Integrados como dos turistas más de los miles que llegan esos días grandes a la capital del Turia. Cómo disfrutaron de esa luz de la ciudad de Valencia y de Masanasa. Esa luz, quizás la misma que vio en ellos Pilarín cuando llegaron por primera vez a la calle de Cruz. A la casa de su amiga.