Del Estado de derecho al estado de bienestar

Carlos Estévez Mengotti ANALISTA ECONÓMICO

OPINIÓN

María Pedreda

15 nov 2025 . Actualizado a las 05:00 h.

John Kenneth Galbraith, que fue asesor de Kennedy, desarrolló el concepto de Estado de bienestar en su libro The Affluent Society (1958). En él afirmaba: «Hemos creado una civilización de la abundancia privada junto a la miseria pública. La sociedad dispone de bienes de consumo en exceso, pero carece de escuelas, hospitales, carreteras y servicios públicos adecuados».

Sin embargo, aquella época no es esta. Hoy contamos con hospitales, infraestructuras y servicios públicos sólidos, y el gasto público en España se acercó en el 2024 al 45 % del PIB. Por ello, la definición de estado de bienestar no es exactamente la interpretación que solemos manejar en nuestro país. Su propósito esencial no solo es mejorar los servicios sociales y proteger a los más desfavorecidos. Economistas como Beveridge o Erhard también lo definieron desde esta doble dimensión: servicios sociales amplios y redes de seguridad frente a la carencia económica o sanitaria. Advirtieron del riesgo de que el bienestar degenerara en clientelismo político o dependencia improductiva. Surge así la cuestión clave: ¿hasta dónde debe llegar el estado de bienestar sin perjudicar al propio bienestar de los ciudadanos?

El estado de bienestar está totalmente condicionado por su relación el con el Estado de derecho. En algunos países, este último se ha debilitado notablemente, convirtiéndose en discriminatorio. Un ejemplo lo tenemos en la compañía Ferrovial, una empresa extraordinaria que, tras múltiples amenazas y críticas gubernamentales, decidió trasladar su sede a los Países Bajos. Cotiza hoy en Ámsterdam y en el Nasdaq, con una revalorización del 40 % en el 2024, y se ha convertido en una de las nueve compañías más importantes de su sector a nivel mundial. La gestión política del caso supuso la pérdida de un contribuyente relevante para el estado de bienestar, consecuencia directa de un Estado de derecho poco eficiente. Tenemos otro ejemplo en el fenómeno de la okupación, en el que una deficiente regulación desalienta a los propietarios a poner sus viviendas en alquiler, reduciendo la oferta y elevando los precios.

Si el Estado de derecho no protege a quienes crean riqueza, estos acabarán desvinculándose de la sociedad y del entorno económico. Ya lo vimos en Cataluña, con la deriva independentista. El pequeño empresario y el autónomo, sometidos a una carga fiscal creciente, también pueden verse tentados a evadir impuestos, provocando una mayor presión sobre el resto de los contribuyentes y deteriorando el bienestar colectivo. Hoy, el 65,5 % de los ingresos de las compañías del Ibex 35 proviene del exterior, y su facturación conjunta equivale al 40,5 % del PIB español.

El Estado de derecho debería, por tanto, mantener un diálogo más constructivo y menos intervencionista con el tejido empresarial. De lo contrario, otros países aprovecharán la oportunidad de atraer la actividad económica que España deja escapar, perjudicando el bienestar que procede de sus impuestos y contribuciones sociales.

La estabilidad fiscal, la seguridad jurídica y la coherencia regulatoria a largo plazo son los pilares que nutren de recursos al estado de bienestar. Alterar estos equilibrios por intereses políticos puede transformar una economía próspera en una sociedad condenada al fracaso. Se nos ha transmitido un relato equivocado y las consecuencias comienzan a ser visibles: deslocalización empresarial, pérdida de incentivos y erosión de la confianza en el Estado de derecho. Los generadores de los recursos del estado del bienestar no son otros que las empresas y los trabajadores con sus impuestos.

Si no actuamos con responsabilidad, nos encontraremos con que el estado del bienestar será finalmente, y en exclusiva, el bienestar de Estado.