El valor del arte

Carmelo Guillén Acosta POETA Y DIRECTOR DE LA COLECCIÓN ADONÁIS DE POESÍA

OPINIÓN

María Pedreda

13 oct 2025 . Actualizado a las 05:00 h.

Coincidiendo con una de mis lecturas veraniegas, La sociedad del cansancio, del filósofo surcoreano Byung-Chul Han —premio Princesa de Asturias de comunicación y humanidades—, recibo un mensaje de un amigo. Con verdadera admiración, me anuncia que un vídeo, en el que un poeta mediático recita uno de sus textos, había superado los 6.000 me gusta en Facebook. Mi amigo celebra el dato como un triunfo, una especie de consagración digital. Su entusiasmo me sorprende. No porque me desagrade que la poesía se difunda, sino porque esa cifra parece oscurecer otras consideraciones: la calidad del poema, la expresividad de su palabra o la autenticidad de la experiencia estética que ha podido suscitar.

No es una anécdota aislada. En realidad, es una escena propia de nuestro tiempo, en el que los criterios de validación han sido profundamente alterados. Las redes sociales no solo nos relacionan, también reconfiguran nuestras expectativas: lo que no es visible, no existe; lo que no se cuantifica, no vale. De ahí que la obra de Han resulte especialmente iluminadora. En La sociedad del cansancio, el filósofo describe cómo la hiperproductividad contemporánea ha erosionado la interioridad y colonizado incluso los ámbitos más íntimos del ser humano. Bajo esa lógica, el arte queda relegado. Lo bello, lo contemplativo, lo inútil en términos de mercado, se vuelve sospechoso.

En este contexto, no sorprende que muchos poetas —como otros creadores— busquen reconocimiento inmediato. Las plataformas digitales, con su sistema de validación basado en la cantidad de interacciones, empujan a los artistas hacia una forma de autoexplotación emocional. Se escribe para gustar, para agradar al algoritmo. Ya no importa tanto el poema en sí como su efecto. La pregunta tácita es: ¿cuántos me gusta generará esto?

La poesía, por esencia, no está hecha para esa velocidad. Su tiempo es el de la pausa. Su lógica, la de la expectación. Es un arte que exige atención. No siempre da respuestas; muchas veces solo siembra desasosiegos. Pero incluso la poesía, en la sociedad del cansancio, es arrastrada hacia la lógica del capital simbólico. Lo que no rinde en términos de atención pública parece no tener valor. Así, lo más auténtico queda al margen, mientras triunfa lo más simplista, lo más ruidoso, lo más inmediato.

Celebrar los me gusta no es un gesto ingenuo. Responde a un nuevo régimen de significación, donde el sentido se desplaza del interior de la obra hacia su impacto exterior. No importa tanto qué aporta el poema, sino cuántos lo encomian. Esta lógica convierte el arte en mercancía emocional: se produce para un consumo rápido y se olvida con la misma celeridad. Pero ¿puede una experiencia estética profunda reducirse al gesto de deslizar un dedo sobre una pantalla?

Han insiste en que lo verdaderamente bello no sirve para nada en términos productivos. Y por eso es valioso: porque interrumpe la cadena del rendimiento. La hermosura —en su forma más sublime— nos descentra, nos enfrenta a lo imprevisible. En una sociedad donde todo debe justificar su existencia a través de la eficacia, recuperar la belleza es un acto subversivo. Implica negarse a ser solo consumidores y reivindicar el derecho a contemplar, a demorarse. Significa afirmar que hay cosas —un poema, una pintura, una melodía— que no se agotan en su éxito viral, que valen incluso si nadie las aplaude.

Cuando mi amigo compartió conmigo con tanta emoción el éxito digital de aquel vídeo, no pude evitar pensar en todo lo que ese entusiasmo revelaba: no solo la necesidad humana de ser visto y validado, sino también la fragilidad del arte actual. No está mal alegrarse por la difusión de un poema, pero inquieta que ese sea el principal motivo de satisfacción, por encima de lo que el poema dice, sugiere o transforma. La alegría no parece residir en la poesía misma, sino en su eco. Y quizá ahí esté uno de los signos más visibles de nuestra contemporaneidad: hemos desplazado el valor desde el contenido hacia su repercusión.

Reencontrarse con el arte implica más que consumirlo. Supone recuperarlo como una forma de revelación de la realidad. Tal vez ese otro poema que no tuvo 6.000 me gusta, pero conmovió a una sola persona —que la obligó a detenerse, que le dijo algo que no sabía que necesitaba oír—, haya cumplido mejor su función. No porque rindiera, sino porque precisamente no lo hizo. Porque fue, en su más sublime y silenciosa forma, un fecundo acto de la mejor poesía.