Marta financia a los bancos (y tú también)

Maite Vence ECONOMISTA Y DIRECTORA DE OBSERVERSCIENCETOURISM.COM

OPINIÓN

YURI KOCHETKOV | EFE

21 ago 2025 . Actualizado a las 05:00 h.

Los humanos no estamos programados para entender sistemas abstractos. Entendemos personas. A lo largo de la historia, desde los mitos antiguos hasta el periodismo moderno, hemos aprendido que la mejor manera de explicar una realidad compleja es contar la historia de un individuo.

Por eso, en vez de hablar de burocracia, finanzas públicas o ciclos de pago, hablaré de Marta. Su historia no es espectacular ni épica, pero sí es sintomática. Y si se presta atención, veremos en ella el reflejo de un sistema que normaliza todo aquello que está mal, pero que nadie cuestiona.

Marta tiene una pyme que trabaja para las administraciones públicas. Le va bien, pero trabaja mucho. Ella hace casi todo: diseña propuestas, ejecuta, redacta informes, supervisa presupuestos. Cada contrato supone para ella una prueba de resistencia técnica, mental y, sobre todo, financiera.

Cuando Marta obtiene una adjudicación pública, no está ganando una recompensa, sino accediendo a un ritual exigente: un procedimiento que dura meses, donde debe entregar más documentación que muchas multinacionales, justificar cada actividad, demostrar que su empresa es solvente, capaz y, por supuesto, impecable moral y fiscalmente.

Pero la historia no termina ahí. Marta ejecuta el proyecto, en plazo y con eficiencia, muchas veces incluso militar. Entrega un informe detallado (y redundante), donde describe paso a paso lo que ya hizo y entregó. Y luego, emite la factura.

Y es aquí donde comienza el verdadero experimento social.

Marta no cobra de inmediato. Ni siquiera en un plazo razonable. Durante meses, vive en un tiempo suspendido. Mientras espera el pago, debe abonar el IVA de la factura, pagar al personal, y pagar intereses de la línea de crédito que necesita para ejecutar el contrato. Lo que resulta inquietante es que, mientras Marta se endeuda, el dinero que debería estar en su cuenta descansa en una cuenta bancaria de la administración pública, en algún banco cualquiera.

No es que ese dinero no exista. Existe. Pero está inmovilizado, esperando a que el sistema burocrático complete su lento ciclo de validación, registro y conformidad. Mientras tanto, los bancos usan esos fondos para generar beneficios, mejorar su liquidez o financiar otros préstamos.

Lo que parece una simple anécdota esconde una verdad más profunda: el tiempo institucional no es neutro. Tiene consecuencias. Y ese desajuste de tiempos —el de la pequeña empresa que necesita liquidez y el de la administración, que nunca tiene prisa— crea un flujo constante de riqueza desde personas como Marta hacia el sistema financiero.

Es una transferencia invisible, pero real. Un desvío de rentabilidad que pasa desapercibido bajo el nombre de «tramitación administrativa».

Marta no es una excepción. Es el prototipo.

Cada día, miles de pymes como la suya financian, sin pretenderlo, los beneficios de la banca a través de los retrasos en los pagos de la administración pública y de una burocracia excesiva que impide una gestión ágil de los fondos.

Pero no solo financian a los bancos. También financian a las propias administraciones para las que trabajan, adelantando los costes de ejecución sin cobrar durante semanas o meses. Asumen los gastos de personal, materiales, IVA y logística, mientras la administración conserva los fondos sin liberarlos. Sostienen económicamente los proyectos públicos sin intereses, sin compensación y sin garantías.

Todo esto sucede sin escándalos y sin culpables evidentes.

No es corrupción, se dice. Es el sistema.

No hay sobres, ni contratos amañados, ni maletines bajo la mesa. Solo hay normas. Procedimientos. Tiempos que nunca encajan. Formularios que se multiplican. Silencios administrativos que se eternizan. Todo legal. Todo correcto. Pero al igual que en muchos momentos de la historia, la legalidad no garantiza la justicia. 

Eso sí, no todas las administraciones son iguales. Hay equipos y personal funcionario que entienden el valor del tiempo y de la cooperación con el tejido empresarial. Pero también hay departamentos donde el control burocrático se convierte en un fin en sí mismo. A Marta, y a tantas como ella, no les falla la ley, sino la interpretación que de ella hacen los burócratas que olvidan que detrás de cada proyecto hay personas, y que la eficacia no se mide solo en informes, sino en impacto real.

Pero la burocracia no es una fuerza natural. Tiene nombres, cargos y firmas. Son personas concretas que toman la decisión consciente de priorizar la forma sobre el fondo, el formulario sobre la ejecución, la validación sobre el impacto. Hay funcionarios que creen, sinceramente, que su trabajo —registrar, revisar, corregir, retrasar— es la parte esencial de un proyecto.

Marta puede coordinar una campaña para promover la salud mental en entornos rurales, contando con especialistas, centros educativos y entidades locales. Puede implicar a la comunidad, cumplir los plazos, entregar materiales de calidad y obtener valoraciones excelentes. Pero si al registrar la memoria falta una firma en un anexo o no se usa el formato de ficha correspondiente, todo se paraliza. No por la calidad del trabajo, sino por la liturgia administrativa. Eso implica para Marta costes y demoras en el cobro, pero beneficios para los bancos.

A lo largo de los siglos, las élites han sido muy hábiles en diseñar mecanismos que, sin parecer opresivos, trasladan el peso del sistema sobre los hombros de la mayoría. Antes fueron los impuestos feudales. Luego las tasas coloniales. Más tarde los regímenes fiscales regresivos o los recortes sociales. Hoy, en sociedades democráticas y transparentes, ese papel lo cumple —entre otras cosas— la burocracia.

La burocracia moderna se presenta como un sistema racional y neutro, diseñado para garantizar el control, la igualdad y la eficiencia. Pero en realidad, es una tecnología de poder que permite que los fuertes sigan siendo fuertes… sin ensuciarse las manos.

Cuando una pequeña empresa como la de Marta soporta meses de espera para cobrar una factura ya emitida, no está sufriendo una excepción. Está siendo engranaje de una estructura mucho mayor, donde el capital se inmoviliza, no para garantizar el bien común, sino para generar beneficios financieros en otro lugar.

Mientras tanto, las grandes entidades bancarias, que sí tienen tiempo, equipo y liquidez, aprovechan esa inercia. El dinero que no le llega a Marta rinde en sus balances. Y la deuda que ella contrae para sobrevivir genera intereses que alimentan a los mismos bancos que guardan el dinero público sin moverlo.

Y así, mientras Marta paga intereses elevados por su línea de crédito, los grandes bancos acumulan beneficios récord. En 2023 —último año con datos consolidados—, solo los cinco principales superaron los 26.000 millones de euros, aumentando aún más en 2024. Parte de esa liquidez proviene de fondos públicos que permanecen inmóviles en cuentas bancarias de la administración. Los créditos que Marta necesita pueden superar el 8?% anual, mientras los bancos apenas pagan un 2?% por los depósitos institucionales. El diferencial es claro. El beneficio, también.

La paradoja es evidente: las empresas, sobre todo las pymes, financian con su sufrimiento la estabilidad del sistema que les dificulta crecer. Un sistema que, sin romper las reglas, sin cometer delitos, sin levantar sospechas, reproduce desigualdad día tras día, trámite tras trámite, formulario tras formulario.

Y como sucede siempre que un sistema funciona sin escándalo, su mayor fuerza es parecer normal. Porque cuando las injusticias se repiten el tiempo suficiente, dejan de escandalizar. Se vuelven rutinas. Y al convertirse en rutinas, dejan de ser vistas como injusticias. Y así, el sistema sigue funcionando. No porque sea justo. 

Tal vez sea tiempo de revisar y cuestionar lo que ya no nos escandaliza. Porque detrás de cada trámite, hay una Marta, y detrás de cada Marta, estamos todos: un país cada vez más ineficiente.