
Mi tierra es divina. Es la última estación del Sol antes de sumergirse en el Atlántico. El derradeiro paso de Europa. El grito perdido en el mar. El reposo definitivo. Un mirador a todos los caminos del mundo. Es la puerta a la inmensidad y al paraíso de las ánimas del pasado. Masajeada a diario por el océano, ha cobijado desde los primeros tiempos los grandes misterios de la humanidad. Las olas van y vienen, como un latido constante. Unas veces llevan la alegría, otras la tragedia. La vida y la muerte siempre tuvieron en estos pagos un lugar de celebración, con escenarios naturales diseñados de forma generosa por la mano de los siglos. Los montes y los ríos son fuentes de caudal de belleza y guardan los tesoros más exclusivos. El agua en estas tierras arrastra viejas historias y juguetea con rocas milenarias dejándose caer desde los altos, como los niños se lanzan por un tobogán. Es la ilusión de la vida. Su sinfonía interminable que adorna los silencios. En su cumbre más universal yace la vieja reina con sus siete millones de oro a la cabeza y sus otros siete millones a sus pies. Son los escondrijos fantásticos que atraen a los espíritus nobles. Sus moradores fueron dejando cruces en los caminos y dólmenes en los prados. Son el recuerdo de las almas que se fueron, pero dejaron su huella para siempre. En los castros se adivinan conversaciones de sus antiguos moradores, o susurros de amores entre las piedras remotas de los hogares redondos. Y los gritos de las contiendas del pasado a los pies de sus castillos. O la retahíla de las oraciones en sus iglesias románicas, con sus bautismos, sus fiestas y sus funerales. Es la tierra de la vida eterna.