Eurovisión y los disfraces de la basura

OPINIÓN

Está calentito todavía el asunto eurovisivo. Pronto será un recuerdo intrascendente. Quizá por eso convendría extraer alguna conclusión sobre algún aspecto del asunto, tal vez con más enjundia de lo aparente. En ocasiones, los residuos metabólicos generados por los procesos sociales resultan especialmente fáciles de captar. Saliencia perceptiva, le llaman a eso. Y ahí aparece, como catalizador, el tiempo: la simultaneidad, para ser más precisos. Cuando significados opuestos (en su formato, en su mensaje, en los valores a transmitir, en su ética y/o en su estética) coinciden en un momento concreto, nuestro cerebro percibe con gran claridad la contradicción, el sinsentido, la naturaleza esquizoide de la información que está procesando. Puede, entonces, generar los vínculos asociativos con gran simplicidad, tomando conciencia de realidades antes ignoradas o minimizadas en su cuantía.
Este año, Eurovisión nos sometió a una simultaneidad tan reciente que todavía deambula en duermevela sonámbula por los entresijos de mi memoria a corto plazo, la de gestión del presente cotidiano. Por eso le dicen también «memoria de trabajo». Pues no encuentro modo de expulsar al elefante que ocupa esa habitación. Estaba echándole un ojo al festival cuando me asaltaron en tropel unas cuantas asociaciones temporales. A cada flash estroboscópico del festival le correspondía una docena de muertos en Gaza; cuando iban por la sexta canción, era sepultado en bombas el último hospital en uso en la Franja. Mientras los eurofans enloquecían con esos torrentes de luz, ritmo y color, se podía calcular un promedio de 100 palestinos exterminados al día (bueno, precisemos, que suelen bombardear de noche), incluidos niños a porrillo, que por allí son muy aficionados a procrear. Mientras se exhibían gargantas privilegiadas y los coreógrafos rizaban cada vez más un rizo que parece no dar más de sí, los habitantes de Gaza recibían otra orden de desalojo, porque su segunda ciudad en importancia iba a ser arrasada... Qué gentileza la cortesía de avisar. El mismo Israel que actuaba en ese planeta de eurofrivolidad, esparcía plaguicida sobre Palestina. Mientras los supervivientes pelean por un cacho de pan, la delegación israelí está en excitante espera de votos y televotos. Y, además, le llegan. Y en abundancia. Y hay risas, llantos de felicidad, lágrimas de éxito. Mientras, allá, a unas poquitas horas de avión, las lágrimas hace tiempo que se secaron. De ese secano solo brotan ya gritos y desesperación, mientras se prepara el cementerio para abonar el mucho verde que adornará el resort anunciado. Simultaneidad. Y algo que huye hacia el futuro, pero que allí espera que nadie lo dude: sed de venganza. Tengo entendido que, con los procesos químicos adecuados, por ejemplo en las depuradores, saben cómo convertir los desechos en aguas limpias. Y, con las metamorfosis adecuadas, hasta en potables.
Algo así creo que nos está pasando. Nos bebemos cuanta porquería haga falta. Solo es necesario un embotellado mínimamente curiosito. Como si fuera trago fácil, con el festival ahí va nuestra conciencia, al buche, entre bailes y gorgoritos. Simultaneidad. La basura nos inunda, pero la orquesta del Titanic sigue tocando. Y nadie hace nada. Un poco de asquito sí que da, la verdad.