
Recalé unos días en Alemania y regresé con la misma sensación de otras veces, una mezcla entre asombro y pena. En todas las capitales alemanas te encuentras memoriales tanto de la barbarie nazi, como la de sus vencedores, una pena. Comprobar sobre el terreno todo aquello de lo que es capaz de hacer el ser humano es asombroso.
Vi una maqueta de Hannover antes de que la aviación aliada dejara el solar; al lado, otra de cómo quedó después, igual que las imágenes de Gaza que vemos a diario, igual que las de Ucrania. Igual que siempre.
Hablamos de progreso (acción de ir hacia delante, de evolucionar) y progresismos. Me temo que todo eso obedece a un principio de deseo que el principio de realidad se encarga de reventar a cada poco.
Progresamos tecnológicamente, en calidad de vida, en seguridad y en comunicaciones, pero seguimos siendo los mismos gorilas (con perdón de los gorilas) solo que con móviles e internet, antropófagos que comemos con cuchillo y tenedor. Lo que no cambia es el instinto de muerte que anida en nosotros desde siempre. La misma ambición, el mismo odio, las mismas corruptelas y perversiones que, aunque asistidas por «el progreso», siguen siendo las mismas.
Los judíos masacran palestinos con las mismas claves que les masacraron a ellos, los políticos se corrompen con lo mismo que todos prometen acabar. La gente sufre con lo mismo de siempre solo que envuelto en un mundo virtual. Cambiamos el mundo, pero nadie piensa en cambiarnos a nosotros mismos.
El progreso es, en realidad, una banda de Moëbius donde uno avanza, pero nunca sale del mismo bucle repitiendo el mismo recorrido. Por más que creamos que cambiando el mundo cambiamos nosotros, tarde o temprano, la historia se convierte en un eterno día de la marmota.
El concepto de progreso es en realidad un dar vueltas sobre el mismo eje, repitiendo una y otra vez los mismos errores, las mismas conductas, las mismas pasiones que nos llevan a cansarnos de vivir bien y trenzar argumentos para volver a destruirnos. En política, la coletilla del «todos son iguales» que tanto irrita a tirios y troyanos no es cierta. Más correcto es decir que «todos somos lo mismo» porque, como decía Quevedo, el ser humano es algo que nunca acaba de hacerse bien.
Quizás la única esperanza esté en que la inteligencia artificial gobierne el mundo, no solo porque maneja toda la información disponible de forma objetiva, sino sobre todo porque no tiene emociones, no conoce el odio, el racismo, la ambición, la envidia o el delirio. Me parece que hoy no tengo un buen día.