
Cuando tan solo era un chaval, las familias que se lo podían permitir, que no eran todas, ni se planteaban que sus hijos no fueran a estudiar a la universidad. ¿Qué carrera? Si el retoño era de sobresaliente, la elegida era Medicina. Por entonces, tener un hijo estudiando para galeno otorgaba prestigio. Si el dotado vástago no resistía la sangre, la alternativa estaba clara: una ingeniería superior, de esas que al más común de los mortales llevaba media vida terminar. El resto teníamos que elegir entre aquellas otras licenciaturas que, a costa de más o menos esfuerzo, se solían terminar, salvo que el estudiante en cuestión fuera un vago redomado. Hoy en día, que se vive menos del prestigio que antaño, el pragmatismo impera. Si los papás en cuestión desean para su hijo un título universitario, que en muchos casos le valdrá para ganar apenas el salario mínimo interprofesional, se matriculará en la oportuna universidad. Los prácticos se plantearán darle estudios de Formación Profesional a sus hijos, los cuales, una vez consigan acabarlos, se colocaran mejor y ganarán bastante más dinero desde el día que comiencen a trabajar. Si alguien duda que esto es así, que haga la siguiente prueba: llamar al despacho de un abogado y reparar en lo que tarda en darle una cita y lo que le cobra por esta; luego, que intente localizar a un electricista, carpintero, fontanero o albañil y pase por caja.