
Todo sucede en segundos. Último día del 2019. El papa Francisco saluda y da la mano a los fieles congregados en la plaza de San Pedro. Como es habitual en él, lo hace con una sonrisa amigable. A pocos metros hay una mujer oriental que se santigua y espera su turno con gesto un poco huraño. Cuando el pontífice se gira para dirigirse a otro lugar, la mujer le atrapa la mano y tironea bruscamente, a lo que él responde dándole un manotazo para que le suelte. La sonrisa se desvanece y aparece un gesto de enojo.
Tras la muerte del pontífice he vuelto a ver esas imágenes que tanto me impactaron y que, en su día, corrieron como la pólvora por las redes sociales. ¿El papa también se enrabieta?, me dije entonces. Me impresionó su reacción hostil. Esa parte oscura del alma de todo ser humano que anida en el inconsciente —C. G. Jung lo llamó «la sombra»— y que a veces sale por aquí o por allá con la potencia de una ola gigante, en forma de manotazo, ciática o dolor de estómago. Yo hubiera hecho exactamente lo mismo, recuerdo que pensé. Y, de alguna manera, ese pensamiento me hermanó con él porque lo vi impaciente, un poco hostil, celoso de su intimidad. En suma: humano. Poco después, ante una plaza abarrotada de fieles, durante el Ángelus, pidió disculpas por su actitud. «El amor te hace paciente», dijo, «y tantas veces perdemos la paciencia. También yo, y pido perdón por el mal ejemplo de ayer».
Los pontífices, la parafernalia en torno a ellos y todo lo que representan nunca fueron my cup of tea. Pero desde el principio hubo algo que me gustó de Jorge Mario Bergoglio. Los días posteriores a su nombramiento, en sus primeras apariciones como papa, recuerdo que me llamó la atención su gesto serio. ¿Estará disgustado?, ¿se aburre?, llegué a pensar. Luego leí que era su manera de mostrar su sorpresa por la gran atención mediática, así como la expresión de su determinación firme para afrontar su nueva misión de renovación de la Iglesia católica.
Entre ese gesto sobrio y su fallecimiento han pasado doce años. Es poco tiempo para acometer una renovación de tal calado. Hizo lo que pudo y en eso también fue humano. Con todo, jalonan esta etapa una serie de decisiones que reflejan un enfoque más abierto, social y pastoral en comparación con algunos de sus predecesores: apertura hacia la comunidad LGBTQ+ («Quien soy yo para juzgar», dijo al referirse a las personas homosexuales que buscan a Dios con sinceridad); lucha contra la pederastia y avances en el rol de la mujer en la Iglesia; compromiso con el medio ambiente y preocupación por la situación de los inmigrantes; crítica al capitalismo desmedido; diálogo interreligioso y una puerta abierta a que, en ciertos casos, los divorciados que se vuelvan a casar puedan recibir la comunión, entre otras. Aparte de esto, valoro su decisión de vivir de una manera sobria. Por ejemplo, si su antecesor, Ratzinger, usaba zapatos rojos de cabrito, él prefería los negros austeros. Iba él mismo a comprar lo que le hacía falta (gafas, discos, helados). Tampoco utilizaba trajes de seda, ni guardas doradas. Su funeral, por disposición propia, será mucho más sencillo.
«Le faltó tiempo y valentía», ha dicho el periodista Juan González Bedoya. Estoy de acuerdo, pero al menos sí se atrevió a ser humano. Ahora nos queda la duda de si su sucesor continuará con su labor en este nuevo escenario mundial que tenemos, dominado por la ultraderecha conservadora. Por suerte, el ochenta por ciento de los cardenales que nombrarán al nuevo papa han sido designados por él. Esperemos que queden pocos zapatos rojos sin usar por el Vaticano.