
Gabo murió en Semana Santa. Hacia el Jueves Santo. Lo escribo a propósito sin googlear. Ojalá no me falle la memoria. Vargas Llosa ha muerto en Semana Santa, al salir del domingo de Ramos. Se llevaron fenomenal y fatal. Pero los dos simbolizan el clásico fin de una época. La pregunta es: ¿de verdad dejará de haber autores, casi mitos, capaces de levantar mundos con las palabras? ¿Creadores que eran además tribunas públicas andantes? ¿Escritores que eran sujetos políticos? No lo sabremos. Los dinosaurios, sospecho, no se enteraron de su extinción. Es imposible adivinar el horizonte del futuro. Hoy se lee más que nunca. Pero ¿es lo mismo leer tuits o wasaps que La Casa Verde o Conversación en la Catedral de Mario? Los neurocientíficos dicen que no. Que el esfuerzo por gusto que se hace con la lectura de lo que vienen siendo tochos supone una labor intelectual que estructura más la mente. Leyendo esos kilos de peso absorbemos sin darnos cuenta miles de palabras y mejora nuestro lenguaje. La dispersión parece que va asociada a las redes sociales, que también tienen mucho de bueno. Saltamos de una pantalla a otra, de un tema a otro, en un frenesí que nos devora y nos anula. Y no contrapongamos la belleza de tragarte un mundo en el que el escritor empleó horas de aprendizaje y trabajo para levantarlo, con su mente, con sus lecturas, con su imaginación, frente a los diletantes que improvisan juegos y fuegos de palabras que no calientan ni un dedo.
Dicen los libreros que los jóvenes están volviendo a leer. Y dicen verdad. Brandon Sanderson escribe libros más extensos que los de Vargas Llosa y los chavales corren a por ellos. Son tomos y tomos, sagas enteras. Pero hay una diferencia evidente. Sanderson no sale de su mundo de fantasía. Vargas Llosa era una autoridad más allá de sus libros. Sentaba cátedra. Era el escritor que empezó marxista y terminó liberal por excelencia. Que Donald Trump lo juzgue. Y a Gabo, su antónimo político, que lo juzguen Cuba y los gulags. Es el escritor casi como estrella del rock, venerado en todas partes, lo que igual deja de existir a la velocidad que vamos en este mundo o inmundo sin pausa, sin el espejo de la reflexión. Llosa tenía una extraña forma de hablar, con un toque cantarín en el que daba la sensación de no haber salido del niño que fue en el Perú. ¿Perdurará más allá de las universidades y los genios especialistas como Steiner o Bloom? No lo sé. La respuesta está en el viento, cantaría un extraño compañero de la cama del Nobel, Bob Dylan. Ojalá hoy en cualquier rincón del planeta al que está traducido Vargas Llosa un chaval abra Conversación en la Catedral y lea: «Desde la puerta de La Crónica Santiago mira la avenida Tacna, sin amor». Y siga con hambre de letras para que esa pirotecnia de palabras y de vida le explote el corazón en el cerebro como me pasó a mí y ya se quede para siempre dentro de él.
Llosa quiso ser como sus mayores. Como Flaubert. No solo pulió grandes novelas, cuya lista abruma, además tocaba el cielo del entendimiento cada vez que publicaba ensayos sobre literatura. Pero no nos pongamos estupendos. Tal vez llegue con morirse de risa si uno se entrega a Pantaleón y las visitadoras. Igual que hacía Pantaleón con una de las visitadoras. Nada es más difícil que hacer reír. Con sus excesos aparte, Mario gozó también de esa gracia.