El frenético ritmo actual de vida exige lecturas breves y portátiles. El sector, atento, ha respondido a la demanda con colecciones de ejemplares de pequeño tamaño que están siendo todo un éxito
19 dic 2025 . Actualizado a las 13:16 h.En un mundo que insiste en lo desmedido —en España se publican 90.000 libros nuevos al año, unos 240 al día—, lo pequeño ha devenido en gesto radical. Así parece haberlo entendido el que lee y así lo ha asimilado el que edita, que, atento, ha tomado nota y se ha puesto a alimentar a la imprenta con singulares ejemplares de pequeño tamaño. Menguan los libros para captar la atención, para dialogar con una nueva manera de habitar una sociedad sin pausa, que ejerce la lectura a ratos —cuando no en trayectos—, en ese tiempo que le roba a la pantalla. Hay en esa narrativa cerrada, en ese principio y fin de una sentada, algo casi subversivo frente al deslizamiento infinito en el móvil. Hay una ética de la concentración, intimidad, un camino directo al grano, hay artesanía y hay una promesa de calidad, claves —todas— del actual éxito del formato compacto.
En que la falta de tiempo es uno de los grandes males de esta época coinciden Isabel Obiols, de Anagrama; Paz Olivares, de niños gratis*; Aurora Cuito, de Libros del Asteroide; y David Gargallo, de Altamarea, todas editoriales con más o menos recientes colecciones en tamaño reducido. Quizá la versión actualizada de los emblemáticos —y combativos— cuadernos lanzados por Jorge Herralde en 1970 sea, por popular, la más ilustrativa, con ya un centenar de títulos en catálogo. «En enero publicamos el número 100, del periodista salvadoreño, ahora en el exilio, Óscar Martínez. Se titula Bukele, el rey desnudo y es un libro comprometido y valiente sobre/contra Nayib Bukele —avanza Olbiols —. El número redondo no puede ser más oportuno, ya que uno de los ejes fundamentales de la colección es, precisamente, dar voz a argumentos críticos ante la amenaza del ascenso del autoritarismo y las fuerzas reaccionarias en tantos lugares del mundo. Nuevos Cuadernos Anagrama retoma el espíritu de una de las colecciones fundacionales de la editorial, muy activa en los años setenta en el contexto de la lucha contra la dictadura y clausurada a principios de los ochenta».
Si los de Anagrama son ensayos destinados a convertirse en «unas ruinas hermosas» —como dicen Natalia Carrillo y Pau Luque en su cuaderno Hipocondría moral—, ligados a la actualidad, pero también a la reflexión, a ser «semilla», los pequeños de Altamarea —bajo el paraguas de la colección Tascabilli— son «toda clase de rarezas y obras atrevidas», define su editor, Gargallo. Aquí figuran disertaciones y diatribas de Andrea Camilleri y Maria Montessori, de Pasolini y Pavese, pero también de nuevas voces contemporáneas que «tienen mucho que decir», como Vicente Ordóñez, autor de Alcohólatras.
Para Gargallo, estas microdosis son sobre todo «una puerta», y he aquí su reverso luminoso. «Somos una sociedad enferma, neurótica, que todo lo compartimenta en cápsulas digitales y aplicaciones. Se da, sin embargo, una transición metafórica bonita al pensar en este portal de acceso como algo ligado al deseo, incluso al impulso que precede a empezar un libro», anota. ¿No se reduce hoy la finalidad de la lectura a acumular checks? ¿Hay detrás de esta fiebre por el formato corto, menguado, una cierta ansiedad contemporánea por cerrar, concluir, tachar títulos?
«Es verdad, hay cierta compulsión por llegar a la última página», admite Olivares, de niños gratis*, que en su muestrario cuenta con una coqueta colección —Asterisco— de 9,5 por 15 centímetros y sobrecubiertas ilustradas desplegables. A ella pertenece Seismil, de Laura C. Vela, una pesadilla condensada en 168 brillantes páginas que este año fue elevada a fenómeno editorial. «Aún así, no creo que la extensión de la historia esté relacionada con la reflexión y la pausa que nos exige —sopesa la editora—. El corazón de las tinieblas o El viejo y el mar son novelitas de apenas 30.000 palabras y nunca diría que son ligeras».
El FOMO ha llegado a la literatura
De cualquier forma, es una realidad que el FOMO [miedo a perderse algo] también ha llegado a la literatura. «Hay lectores que consumen cantidades: número de libros leídos al año, páginas devoradas... Como si la lectura se hubiera contaminado de la lógica de la productividad —se hace cargo Aurora Cuito, gerente de Libros del Asteroide, una de las últimas casas editoriales en sumarse al formato mini con El accidente, de Blanca Lacasa, o Vamos a comprar un poeta, de Afonso Cruz—. Nuestro trabajo no es, sin embargo, competir con la ansiedad, sino ofrecer libros que resistan esa prisa».
Es el argumento más repetido por los profesionales consultados: el de que, por decisión más que por necesidad, el ejemplar se encoge para acompañar. Tanto las firmas independientes como los grandes sellos —a menudo los mismos que durante décadas apostaron por volúmenes rotundos— han encontrado en lo conciso una forma de replantear el vínculo con sus lectores. Esta tendencia —la querencia por el libro corto o de pequeño formato por falta de tiempo e incluso de espacio— tiene sentido a efectos prácticos porque los ejemplares limitados en páginas son más fáciles y más baratos de producir, señalan desde Altamarea, «y proporcionalmente resulta rentable si el mercado lo recompensa». Son asequibles, suelen colocarse junto a la caja de pago y su mimado diseño reclama la atención sin apenas gritar. El mini se ha vuelto así un laboratorio donde las editoriales experimentan sin solemnidad, conscientes de que quien va a acercarse a él será alguien permeable, menos reverencial. ¿Estamos entonces ante una moda pasajera o ante un cambio estructural en la edición?
Todas las respuestas se dirigen en la misma dirección. «El formato pequeño no es una moda ni lo hemos inventado nosotras. Lo concibió Manuzio en el XVI y desde entonces ahí sigue. A niños gratis* nos gusta la escala pequeña, es donde queremos estar», resuelve Paz Olivares. Similar argumento esgrime Gargallo, de Altamarea: «Estamos ante algo que siempre ha existido y hace tiempo que pienso que el futuro pasa por la llegada a nuestro mercado del formato anglosajón del paperback». Para Cuito, que habla en nombre de Asteroide, esta configuración ha llegado para quedarse, «y es una buena noticia». «Se revaloriza el texto breve y se le da su merecida gloria», comenta. «El tiempo dirá», se limita a añadir Olbiols desde Anagrama, convencida, sin embargo, de que su colección tendrá una vida larga.
No son libros menores
Estas cuatro editoriales no son las únicas que han hecho hueco al compacto en sus repertorios. También Herder —pionera con su línea de pensamiento, en la que publica a Byung-Chul Han—; Blackie Books (Amiga mía, de Raquel Congosto; Cosita, de Alba G. Mora), Debate (La amiga que me dejó, de Nuria Labari; Esta cosa de tinieblas, de Mar García Puig); La uña rota (Gracias totales, de Marc Caellas y Esteban Feune de Colombi; Notas de suicidio, de Marc Caellas), o Acantilado (Los náufragos del Batavia, de Simon Leys; La idea natural, de María Negroni) han entendido que el tamaño es además un discurso, que este auge no solo es una tendencia o una respuesta pragmática al precio del papel.
Como bien identificaba Gargallo, el formato compacto está funcionando como umbral recuperando a los esquivos, seduciendo a los intermitentes y ofreciendo una entrada a la lectura menos intimidante que un tomo de 600 páginas. «Estos diseños, por brevedad y coste, propician la compra por impulso —concuerdan desde Asteroide—. Pero a la vez pueden ser lecturas inolvidables». Como declaración de intenciones, añaden: «Lo breve es corto en caracteres, pero nada más. Puede tener la misma capacidad reflexiva, la misma profundidad o la misma calidad que lo largo». Su objetivo, dicen, es encontrar textos que permanezcan. Curiosamente, Anagrama pide siempre a sus autores que hagan el ejercicio de imaginar su texto en el futuro. Sus ensayos, recortados al hueso, piensan despacio, hondo.
Nuestra minúscula selección
«Estuve aquí y me acordé de nosotros» (Anna Pacheco)
Un texto que es trabajo de campo antropológico, crónica y ensayo a la vez, y que muestra la cara más incómoda del turismo. Pacheco reflexiona sobre sus efectos indeseados e imagina cómo sería el descanso en un futuro poscapitalista.
«Cosita» (Alba G. Mora)
Esta novelita funciona a la vez como un misterio por resolver y como un estudio de personaje, con un tono y una propuesta —tal y como observa la editorial— cercanos a la Piranesi, de Susanna Clarke. También aquí, vibraciones lynchianas que recorren toda la trama de principio a fin.
«Mejillones para cenar» (Birgit Vanderbeke)
Una simple cena —cotidiana, aparentemente sencilla— se convierte en desencadenante. El runrún acaba por cuestionar los cimientos de la familia tradicional, por encender la chispa de la revolución doméstica. Del mal agüero a la reivindicación del espacio propio. Una reveladora joya.
«Ejercicios de observación» (Nicolas Nova)
La observación, demuestra este condensado catálogo, no es una habilidad innata, sino algo que se aprende y entrena. Perfecto para despegar la vista de la pantalla, este cuaderno propone hasta 19 ejercicios para cambiar la manera de mirar.