
La crítica acribilló la novela de Scott Fitzgerald cuando se publicó. Cien años después, y tras varias adaptaciones al cine, la leyenda del enigmático ricachón de Long Island no se apaga
08 sep 2025 . Actualizado a las 08:17 h.Los años veinte vuelven a ser locos. Los acontecimientos y conflictos que a diario abren los telediarios nos retrotraen a tiempos que ya creíamos superados. Entre nuevas guerras comerciales y por las fronteras, surgen los que se forran con negocios de publicidad dudosa. Quien presume de tener mucho más de lo que necesita y alardea con ese superpotente megáfono en el que se han convertido las redes sociales. Gatsby sería hoy un criptobró o un tiktoker, pero sus fiestas no habrían cambiado ni un ápice. Mujeres jóvenes, fuegos artificiales, litros derramados de un champán prohibitivo y gente que se cuela en la mansión porque es conocida de alguien que dice haber sido invitado por ese enigmático ricachón del que todo el mundo habla. El dinero sigue siendo el mejor imán. Parece que eso no ha cambiado desde que en 1925 Francis Scott Fitzgerald publicó aquella novela que la crítica del momento tachó de impertinente y fea. «Carece de un argumento digno de mención», aseguraba uno de los expertos literarios de la época.
Cumplido un siglo, en el hotel Plaza de Nueva York sigue habiendo una suite que lleva el nombre de Gatsby. Las nuevas generaciones, esas que ya no recuerdan la versión con Robert Redford y Mia Farrow, comparten memes de Leonardo DiCaprio diciendo «old sport» y son capaces de identificarle como el protagonista de la película de las fiestas en Long Island. La novela sigue vendiendo ejemplares y varias editoriales han aprovechado el centenario para sacar material exclusivo, como Athenea Ediciones que ha recogido en Los papeles del Gran Gatsby algunas de las cartas que Fitzgerald le mandó a su editor y en las que mostraba su descontento con las críticas y la acogida de la que fue su tercera novela.

La leyenda sigue viva y en pleno 2025 hay motivos de sobra para leer El gran Gatsby. Pocas obras han reflejado con tanto detalle los años previos al crac del 29. Esa locura que se trasladó al consumo, al ocio y a la forma de vivir de unos cuantos privilegiados, mientras otros seguían pasando las horas entre el alquitrán y el cemento de las infraestructuras que demandaban esos nuevos ricos. Nick Carraway, el vecino que narra la historia, permite al lector recorrer ese contraste en sus viajes entre las mansiones de Long Island y la Gran Manzana. Entra por sorpresa en una parte de la sociedad que vivía de espaldas a lo que ocurría a su alrededor mientras derrochaba, celebraba y gastaba por encima de sus posibilidades. Fitzgerald, que cuando se publicó el libro tenía 28 años, se atreve a desmontar el sueño americano mostrando una cara b de aquella felicidad permanente: la corrupción, el juego, el negocio del alcohol y el adulterio. Gatsby, cuyo pasado es un gran interrogante, se mueve a la perfección en esos dos mundos. Hace negocios en los sótanos de Nueva York y atiende llamadas de Chicago mientras en su mansión baila un charlestón lo mejor de cada casa.
La piscina como símbolo
Pero si El gran Gatsby ha pasado a la historia es gracias a una de las historias de amor mejor escritas que hay. Actualiza la tragedia clásica a la realidad de principios del siglo XX. La historia, por supuesto, acaba mal para ese nuevo rico entregado a la ostentación para recuperar a su primer amor. Pero Gatsby no se despide sin dejar antes una imagen para la historia. Una escena que, aunque no hubiesen visto ninguna de las adaptaciones cinematográficas, quedó grabada en la cabeza de los estadounidenses que tuvieron que leer obligatoriamente el libro en secundaria: la piscina. Esa lámina de agua que te coloca en el lado disfrutón de la vida, esos metros acuáticos que te convierten en alguien al que se le puede envidiar, en un hombre que puede ponerse un traje rosa y llamarte «old sport» sin recibir un guantazo por respuesta. Pero Gatsby solo se mete en el agua cuando sabe que ya no hay nada que hacer.