Las galerías y el sistema del arte: el fruto de una lenta evolución

MARISA SOBRINO MANZANARES

FUGAS

Más allá de la pura especulación o la simple posesión de una firma sin importar la calidad de la pieza, elegir una obra, poseerla o convivir con ella es, sobre todo, una cuestión de índole individual

04 jul 2025 . Actualizado a las 05:00 h.

La obra de arte siempre tuvo un precio. Aunque no se le otorgaba el valor comercial que ahora se le atribuye, sí se reconocía como el valor de un trabajo que respondía a otros sistemas contractuales, basados fundamentalmente en el encargo. La realeza, la aristocracia y la curia sacerdotal elegían a los artistas y les encomendaban programas pictóricos mediante contratos con los artistas y sus talleres.

No fue hasta bien entrado el siglo XIX que emergieron nuevas estructuras expositivas. Estas permitieron que el artista eligiera sus temas y los exhibiera públicamente, bajo el control de las Reales Academias, atalayas inexpugnables sobre lo que se consideraba el «buen» o «mal» arte. El creciente volumen de obras creadas al margen de los rancios gustos estatales o académicos propició la aparición de los Salones de los Rechazados y, más tarde, a la creación de espacios expositivos privados, identificados como «galerías». Aunque las tiendas de cuadros y antigüedades ya existían, esta nueva situación coincidió con el surgimiento de una burguesía liberal que con creciente poder adquisitivo, buscó el confort y el ornato para sus hogares, y, sobre todo, el prestigio social que el arte les confería.

Asistimos a la introducción de nuevas propuestas creativas que, como el impresionismo, fueron inicialmente marginales y despreciadas por el oficialismo estético, sin embargo, en su búsqueda de subsistencia, estas corrientes impulsaron un proceso de producción más dinámico y funcional, adaptado a la nueva sociedad burguesa. Esta burguesía se consolidó como la nueva clientela artística.

La apertura de espacios dedicados a la compraventa de arte, las galerías, marcó la aparición de una figura en el panorama comercial: el marchante moderno. Un ejemplo emblemático de este nuevo rol es el librero parisino Paul Durand-Ruel, quien se atrevió a apostar por el impresionismo, defendiendo a un grupo de artistas cuyo porvenir se antojaba incierto, lo que le acarreó la pérdida de su fortuna en varias ocasiones. Durand-Ruel se convirtió en su agente de ventas, controlando toda su producción. Organizaba sus exposiciones, editaba catálogos de su pintura y promocionó su trabajo en revistas especializadas. Como él afirmó en una de sus cartas: «Encima fui insultado como culpable de haber defendido tales pinturas, se me llamó loco y persona de mala fe». Su valor y audacia fueron las cualidades que demostró, influyendo y modelando los gustos sociales, un patrón que luego seguirían Vollard, Kahnweiler o Leo Castelli.

UN INCREMENTO QUE NO CESA

Este nuevo sistema, que operaba al margen y en competencia con la organización académica y sin acceso a subvenciones oficiales, tuvo que fundamentar su existencia en el beneficio obtenido por la venta de la mercancía. La necesidad de promover a sus artistas sin ayudas oficiales, dependiendo únicamente de las ganancias sobre sus obras incidió en crear las condiciones idóneas para el inicio de la especulación artística.

El sistema artístico de hoy fue el resultado de una lenta evolución de estructuras artísticas y comerciales que culminó en las décadas de los 80 y 90, tiempos de bonanza para el arte en los que, a la par de la apertura de galerías, surgieron entidades artísticas, impulsadas por instituciones estatales (como museos y centros de arte) o por empresas, bancos o fundaciones.

Aunque hoy este fervor artístico e inversor ha disminuido, el incremento de galerías no ha cesado. Su éxito está condicionado por su capacidad económica, el atractivo de sus programaciones, las firmas de autores, la profesionalidad de su dirección, su localismo o internacionalización, su contexto social y su ubicación. En este sentido, las galerías se organizan en niveles o rangos, estableciendo una red compleja que, junto al resto de actores implicados (críticos de arte, museos, medios, instituciones…), crea el sistema del arte. Todas ellas, junto al mercado secundario de las subastas, responden al concepto inversor del arte y a todo lo que conlleva su cualidad de objeto susceptible de compra y venta. Sin embargo, y aunque por encima de todo, la obra de arte posee el valor capital de su mérito artístico y su rendimiento estético, es esta una apreciación amparada en un concepto abstracto. Una obra de arte, como objeto comercial, se rige por las leyes específicas de la oferta y la demanda. No obstante, la ecuación económica resultante de las transacciones con arte es más compleja que la generada por otros artículos, ya que intervienen factores como la promoción, la crítica, la idea de inversión o las modas estéticas. Más allá de la pura especulación o la simple posesión de una firma sin importar la calidad de la pieza, elegir una obra, poseerla o convivir con ella es, sobre todo, una cuestión de índole individual. Es el motor de una sensibilidad personal capaz de conectar y compartir las expectativas que la obra nos proponga cada día que conviva con nosotros.

Marisa Sobrino Manzanares. Catedrática de Historia del Arte de la USC