Qué enseña «Cónclave» de la Iglesia de hoy (y de mañana)

FUGAS

El actor Ralph Fiennes, protagonista de «Cónclave»
El actor Ralph Fiennes, protagonista de «Cónclave»

La muerte del papa Francisco ha hecho que muchos giren de nuevo la cabeza hacia esta película y su elección vaticana ficticia pero instructiva

02 may 2025 . Actualizado a las 18:17 h.

Es particularmente elocuente uno de los últimos planos de Cónclave —y tranquilidad, porque no destripa nada instrumental para la trama—. Una tortuga, residente en un estanque de la casa de Santa Marta, emprende una lenta fuga hacia el mundo exterior. Acaricia ya los rayos de sol y los ruidos de la inmensa Roma que se extiende tras los muros vaticanos. Vislumbra el recuadro de luz de las puertas abiertas y, más allá, la posibilidad de exploración infinita. Intercepta entonces al animalillo el cardenal Thomas Lawrence —o lo que es lo mismo, Ralph Fiennes—. En una escena anterior, se le ha explicado al espectador que los pequeños reptiles que pacen en las aguas del recinto papal tienen propensión a fugarse. A aventurarse fuera de sus acotados habitáculos y buscar, como Fígaro en los cielos, algo más allá. Algo extraordinario en lo desconocido.

 No obstante, advierte Lawrence, aquellos que consiguen materializar su huida y alcanzan la carretera suelen acabar despachurrados sin misericordia por los neumáticos de los coches. Por el ritmo sin pausa que, además, no tiene miramientos con los pausados.

 No es demasiado difícil ver en esta diminuta subtrama una alegoría religiosa. La tortuga es la Iglesia católica, siempre en pugna intestina por sus pulsiones contradictorias. Por un lado, su condición evangelizadora la llama a salir a lo más remoto de las periferias. A empaparse de realidades y de culturas y a desarrollar su capacidad de adaptación y comprensión por la diferencia, rasgo inevitable del mosaico humano. No obstante, otra fuerza contraria e igualmente poderosa equilibra la balanza. El ministerio católico, por su posición moral, estética y hasta formal tiene que hundirse profundamente en el concepto de las raíces. En el subrayado de la necesidad de las tradiciones —porque los propios ritos eclesiásticos son, en el fondo, tradiciones—.

La síntesis de la acción y la reacción es una suerte de división interna cuyas dimensiones no siempre son fáciles de dilucidar desde el universo de los laicos. De puertas para fuera, un monolito granítico sustentado en el principio de la fe y el culto compartidos. En los adentros, un juego de contrapesos entre los que quieren una institución de hoy, los que quieren una institución de ayer e, incluso, los que quieren una institución de mañana. Y en esta fragmentación, a veces más política que teológica, se fundamenta la enjundia del cónclave como acontecimiento histórico. Por eso, a pesar del tiempo pasado, de los escándalos y de las almas cada vez más desconectadas con el mensaje apostólico-romano, sigue siendo un hecho objetivo que medio mundo se paraliza, al menos un poquito, cada vez que un sumo pontífice exhala su último aliento.

Estas mundanidades, a menudo zafias y de alcantarilla, se expresan vivamente en la muy estimable obra de Edward Berger. Un Cónclave ficticio que plantea encrucijadas y laberintos muy reales. Que dibuja desde el respeto (que no es lo mismo que la reverencia) una Iglesia contaminada de podredumbres propias de las pasiones más bajas. De la ira, la ambición ciega, los cálculos fríos alejados de la hoguera acogedora de la fe.

En contraposición, y como bocanada de esperanza, dos conceptos que desde la poética abren una ventana a la redención. A la posibilidad de cosas mejores y de una Iglesia que es abrazo y no reproche. El primero es la duda. La duda, asevera Lawrence, es la mayor aliada del mensaje de Jesús. Porque allá donde no haya dudas, allá donde solo haya certezas y principios rígidos e inamovibles, no será necesario abrazar el misterio de la fe. El segundo es la luz. Una luz que en el encierro cardenalicio de ventanas tapiadas y puertas selladas no se disfruta sino en pequeñas rendijas o en violentas irrupciones. Sin embargo, esta presencia constante de claridades entre los océanos de oscuridad es la llama inextinguible de la esperanza en un día luminoso aún por descubrir. El reto, como aquel que se les plantea a las tortugas aventureras, es encontrar el ritmo para avanzar sin que los neumáticos del mundo moderno lo conviertan todo en papilla. Esa es, ni más ni menos, el alma de Cónclave. La historia de un dilema sencillo y complicado a un tiempo. El de cómo cruzar la calle sin sucumbir.