
En nuestras geografías particulares, en las de los mapas que uno lleva guardados siempre en el corazón, hay dos clases de lugares especialmente importantes: los que amamos sin haberlos visitado nunca —como a mí me ocurre con Islandia, la isla de Halldor Laxness, de Gudbergur Bergsson, de Arnaldur Indridason y de las grandes sagas medievales: un país hecho de literatura en el que no he estado jamás—, y los que, estando muy cerca —como es el caso de Esmelle—, tienen un papel central en nuestra vida y hacen que nos sintamos en casa cada vez que decimos su nombre o recordamos su luz.
Con Islandia sueño a menudo, y para aplacar la nostalgia que en mí despierta una tierra en la que no he estado jamás —y en la que muy probablemente ya nunca estaré— leo y releo su maravillosa literatura: desde sus creaciones medievales, que están entre los más altos logros de las letras Europeas de su tiempo, hasta esas novelas policíacas que nos han regalado tantas horas felices, y en las que, como es natural, nieva cada dos por tres. Pero con Esmelle, que está tan cerca, lo que me pasa es algo muy distinto: no es que no lo sueñe, que también. Pero como lo tengo tan cerca, casi a un paso, cada vez que lo echo de menos no tengo más que volver.
Esmelle y su luz son para mí, sobre todo, el afecto. Pero también las novelas de Fernández Flórez (escritor cuyas raíces estaban precisamente allí), el Merlín de Cunqueiro y de la leyenda artúrica, la cerámica de Fran Pérez Porto, el aroma del café, el dulce sabor de las naranjas del país, el canto del agua del río y, por supuesto, el cielo de las noches de verano, lleno de estrellas.