Alfredo Castrelo y Ricardo González, 50 años de asociación en el mítico El Refugio

Carlos Portolés
Carlos Portolés A CORUÑA / LA VOZ

OLEIROS

Alfredo Castelo y Ricardo González en su restaurante, El Refugio
Alfredo Castelo y Ricardo González en su restaurante, El Refugio CESAR QUIAN

El restaurante ubicado en Oleiros estará de aniversario el próximo mes de noviembre

31 ago 2025 . Actualizado a las 21:55 h.

Si las paredes de El Refugio hablaran, no dirían ni mu. Y no porque no hayan sucedido allí cosas. Pero es que lo que pasa en este restaurante se queda en este restaurante. Es un remanso de tranquilidad. Una guarida —un refugio— para sus clientes. «¿Anécdotas? Anécdotas ni una», se sonríe Ricardo González, uno de los socios fundadores. El otro lo confirma. «Cada vez que llego a casa de trabajar borro la memoria», bromea Alfredo Castrelo.

Llevan 50 años juntos. Más que la mayoría de matrimonios. Se conocieron trabajando en Suiza, allá por los setenta. Se cayeron bien y se lanzaron a montar un negocio. Un salto grande. «En el momento ni pensamos que esto pudiera durar tanto. Tú al principio te centras en hacer que arrancar todo», rememora Alfredo. Fueron precisos, queriendo o sin querer, escogiendo los tiempos. «Llegamos aquí el mismo mes que murió Franco. Hay que tener puntería», apunta Ricardo.

El secreto para durar es la paciencia. Mantenerse en pie medio siglo es cosa de valientes, pero también de templados. «Claro que en este tiempo nos hemos peleado muchas veces durante los servicios. Pero aprendimos a que las disputas del local se queden en el local. En cuanto cerramos se nos olvida todo», explican.

Pero el temple no solo hay que accionarlo entre compañeros. También, o sobre todo, hay que aplicarlo con los clientes. Hay de todo. Pero predomina la gente buena. De 100 amables, dicen, te sale uno torcido. ¿Y qué vas a hacer? Pues poner buena cara y servir la comida. Y a otra cosa y a otras gentes. No se amargan por nada ni por nadie. «También hay clientes que empiezan siendo malos pero acaban siendo buenos. Cuesta, pero al final los conquistas», dice Alfredo. 

Pinturas en el comedor

El comedor de El Refugio, que tiene una capacidad para unas 120 o 130 personas, parece, si le quitas las mesas, una sala de exposiciones. Ornamentan las paredes cuadros de los más disímiles estilos. Desde el retrato clásico al paisajismo pasando por las abstracciones rocambolescas. Algunos son de pinceles muy reconocidos. Alfredo y Ricardo, no obstante, le quitan importancia a la colección. Será que están hartos de verla día sí y día también. Pero al que viene nuevo le deja el tema pasmado. Es como un museo en el que se puede pedir churrasco.

Los parroquianos regulares ya saben lo que hay. Conocen la carta de cabo a rabo. A los no iniciados, Alfredo los asesora con precisión cirujana. «Lo que más nos piden, con diferencia, es el salpicón de lubrigante. El plato más caro y el más vendido», señala.

Ricardo, que pasó en Ginebra 14 años, está ahora jubilado. Pero sigue dejándose caer por el restaurante con frecuencia. Son dos tercios de su vida dedicados a este rincón del mundo. A su rincón. De eso no se escapa uno así como así. Alfredo, algo más joven, sigue al pie del cañón.

«Cuando llegamos, aquí no había nada. Lo tuvimos que hacer todo prácticamente desde cero», echa la vista atrás Ricardo. Los recuerdos, seguramente, les pululan alrededor a cada paso. Rezumando de cada baldosa del suelo. De cada mantel. De cada cubierto. Son 50 años refugiándose. Y lo que queda de faena. Lo que queda por cocinar.

«Aquí hay gente que viene de todas partes. Y vienen expresamente aquí porque nos conocen y porque saben que aquí se come bien. No es un lugar para probar cocina vanguardista, es para disfrutar de un menú de los de toda la vida», sentencia Alfredo. Admiten ambos que, a pesar de su éxito, no es el salpicón su opción predilecta. Casi parece que le hubieran cogido un poco de manía por «lo que cuesta pelar el lubrigante».

Desde que en 1975 se embarcaran en esta aventura, se han sucedido en el mundo mil millares de acontecimientos y cambios históricos. También El Refugio ha mutado algo su rostro a lo largo de las décadas. Pero lo que no se desfiguró nunca fue el espíritu con el que se fundó. El ambiente familiar, cómplice. Como familiar y cómplice se mantiene la tranquilísima villa de Oleiros, que intercala las casas de una y dos alturas con los verdes del bosque gallego. «Este es uno de los Concellos que menos cambió con el tiempo. El entorno del restaurante, salvo dos o tres detalles, estaba ya así hace 50 años», afirma Alfredo. Lo que ya es bueno, ¿por qué adulterarlo?