La Fundación MOP transita en A Coruña por los laberintos de la mente de David Bailey

Carlos Portolés
Carlos Portolés A CORUÑA / LA VOZ

A CORUÑA CIUDAD

Este viernes se presentó la nueva exposición de uno de los fotógrafos más influyentes de la historia

27 jun 2025 . Actualizado a las 21:56 h.

Al contrario de lo que se piensa, Antonioni no dijo nunca que el protagonista de Blow Up fuera un trasunto de David Bailey. Así que el fotógrafo no sintió aquello como un retrato. «Creo que se sentía vagamente halagado por haber sido una de las fuentes de inspiración. Pero no se veía reflejado en la película. No la creía realista. Al final hay una escena en la que salen jugando al tenis. ¡En la zona de Londres en la que vivía mi padre nadie jugaba al tenis!». Lo cuenta el hijo del genio y la figura. Fenton Bailey, que este viernes estuvo en A Coruña para presentar la nueva y deslumbrante muestra de la Fundación Marta Ortega Pérez (MOP). Un tiovivo o montaña rusa por los recovecos de la mente de una de las lentes más superdotadas de este siglo, del pasado y , casi seguro, del que viene. 

El planteamiento de la exposición es deliberadamente laberíntico, como lo era la intuición artística de un Bailey que transitó todas las rutas y buscó los esmaltes ocultos de todas las realidades. Decenas de piezas. Del elocuente y sugestivo negroblanco a la explosiva conversación de los colores en paleta irreverente. Y las caras. David Bailey tenía mano para congelar caras de todos los estratos del humus o mejunje social. La reina Isabel II mostrando dientes. «Sonríe así porque, nada más llegar, David le preguntó si las perlas de su collar eran de verdad», confiesa el comisario, Tim Marlow. Y de aquel intercambio provocador e iconoclasta —aunque sin perder un ápice del charm inglés—, una de las instantáneas más relevantes e íntimas de la historia moderna. 

Estrellas, estrellitas, estrellazas

La nómina de estrellitas, estrellas, estrellazas y supernovas que ornamentan los muros es larguísima. Jugaba con ellos como si fueran sus pequeñas muñecas de trapo. Ahora ponte así y asá. Dame esta expresión. Haz esto con la ceja. Gírate. Gírate un poco más. Contorsiónate. Así perfecto. No te muevas. No te muevas. ¡CHAS! Y en la fracción de un instante queda grabada una nueva obra maestra para enmarcar. Un agujerito hacia el alma de las cosas y los sitios y la gente.

Por ejemplo, un jovencísimo Michael Caine que está en encuadrado en una esquina. Era 1965 y acababa de firmar su primer gran papel, Zulu. Viste un traje impoluto y porta unas modernísimas gafas de pasta. Pero algo en su mirada arrogante, insolente y un poco gamberra parece decir: «se lo crean o no, amigos, yo no soy como ustedes. Yo me crie en las calles bulliciosas y duras de los bajos fondos. Yo he visto de lo que va la vida». Y es que algo de eso hubo. Lo explica el propio Marlow. «Michael Caine siempre dijo que fue en aquella sesión cuando se dio cuenta por primera vez de que lo había conseguido. Que era realmente un actor. Bailey supo ver a la persona detrás del personaje. Es algo que se repite en todos sus trabajos. Da igual que sea la reina o alguien anónimo. Lo que hace que su visión cobre vida es la forma única que tiene de interactuar con los seres humanos para sacar de ellos algo único».

Como esta historia hay un millar. Dalí haciendo gansadas queriendo o sin querer. Buñuel de perfil, impertaitvo y sordo como una tapia o un jarrón de porcelana china. Marcello Mastrianni fumando sobre el hombro de Fellini —nunca nadie tuvo un reposabrazos más legendario—. Un Mick Jagger prefamoso mirando a la cámara con timidez descarada, como anticipando las satisfacciones que vendrían. Anjelica Huston redefiniendo el concepto chic desde las playas nubladas de Niza. De todo rebañaba verdades David Bailey. «Antes de siquiera sacar la cámara, se toma un largo tiempo para hablar con sus modelos. Para conocerlos y ver quiénes son realmente. Eso es algo que se nota en sus retratos, que los hace únicos», ahonda Marlow. 

Estuvo en todos los meollos mientras, a su alrededor, sucedía la historia. Nadie prendió mejor que él el alma o las almas o las desalmas de Nueva York. Le bastó con pasearse de la mano con Jean Shrimpton en 1962 para reconstruir encuadre a encuadre ese amplificador de ruidos y bosque de cementos. De sus vueltas al globo hay también mucho que decir. Sus pinceladas casi mágicas de la misteriosa India. Los horizontes andinamente irregulares del Perú. Los desiertos de roca parda de Turquía. Como Phileas Fogg pero con más calma. Él tenía mucho más que 80 días para llevar a las naciones del mundo a sus rediles. Y de hecho así lo hizo y así lo sigue haciendo. Confiesa Fenton que nunca dejó de darle al disparador. Es aún el vaquero más curtido del salón.