
Tomas Alfredson («Déjame entrar») adapta a serie un texto del director sueco que Liv Ullmann llevó al cine en el 2000. ¿Supera a la película?
06 jun 2025 . Actualizado a las 05:00 h.En 1949, estando casado con la actriz y coreógrafa Ellen Hollender —madre de cuatro de sus nueve hijos—, el cineasta Ingmar Bergman (Uppsala, 1918-Farö, 2007) se embarcó en una aventura extramatrimonial con la periodista Gun Hagberg. De aquel escarceo —y, sobre todo, de la herida que dejó abierta, y supurante— nació un texto sublime que el sueco nunca se atrevió a dotar de corporeidad, así que el libreto, cumplida su función exorcizante, durmió durante años el sueño de los justos en un cajón. Un día, Liv Ullmann —actriz, escritora y también directora—, con quien por entonces Bergman mantenía una —otra— tortuosa relación, se tropezó con aquella impúdica historia y decidió lanzarse —ella sí— a darle forma. Al presentar su película en Cannes, en el año 2000, defendió que tal materia prima necesitaba de «una visión femenina».
Todavía hoy el cineasta Tomas Alfredson —reconocido internacionalmente por la película Déjame entrar (2008)— recuerda con precisión lo que sintió cuando la vio por primera vez, hace 25 años. Atravesaba entonces una devastadora ruptura que, como todo duelo —en determinadas condiciones todo nos habla—, le predispuso a verse reflejado en la pantalla, a advertirse comprendido. Al salir del cine, envalentonado por la amargura, le envió a Bergman una sentida carta en la que le proponía readaptar su triángulo amoroso. El saque fue devuelto seis meses después.
La réplica del excéntrico director resume a la perfección su susceptible temperamento: primero, desechó groseramente la idea, atribuyéndola a ocurrencia propia de una melopea; después, le concedió que, tal vez, podría acabar siendo una excitante experiencia; y, finalmente, tras dar luz verde al proyecto, se lanzó de cabeza a discutir cada decisión previamente arbitrada, desde las localizaciones al color de las cortinas. Maniático perdido, incordió más que ayudó, a pesar de haberse comprometido a mantener su criterio al margen. Finalmente, Alfredson se rindió.
Renunció a hacer suya aquella crónica de la pasión devoradora, las relaciones psicóticas y la traición. Veinte años después, con Bergman fuera de juego, retomó el proyecto. Tenía 56 años, acababa de rodar El muñeco de nieve y aquel relato bergmaniano de deslealtad seguía removiéndole las entrañas como el primer día. Cuando al fin hubo parto, calificó la historia de «intensa y cautivadora», una reflexión sobre «las mentiras que hieren a quienes más queremos, sobre cómo la infidelidad afecta injustamente a sus víctimas y sobre cuán humanos y frágiles son los que las perpetran». Filmin estrenó su serie, de seis capítulos de 50 minutos, el pasado 8 de abril.
Infiel abunda en las dolorosas consecuencias de un engaño: el de la actriz de teatro Marianne —interpretada en su versión joven por la magnética Frida Gustavsson— a su esposo, Markus —pianista profesional encarnado por August Wittgenstein—, con su mejor amigo, el cineasta David —al que da vida un carismático Gustav Lindh—, alter ego de Bergman. La traición es prismática: también es la de David a su inseparable colega de juventud, la de ambos a la hija del matrimonio, Isabelle —con quien el cineasta mantiene una alambicada relación que acaba trenzando cariño, fascinación y repudio—, e incluso la del músico a sí mismo. ¿Qué es, más que un fraude, mirar hacia otro lado, estar pero no estar?

Mientras que en la película homónima Ullmann pone a conversar al fantasma de Marianne con un patrono de la industria cinematográfica para, con un enfoque psicoanalítico, exhibir lo incómodo de la gestión del ego, Alfredson plantea en su serie un genuino rompecabezas emocional. Mantiene los dos tiempos, pero prescinde del espectro para arrancar y finiquitar con la actriz y el director, ya adultos, rumiando sus pecados. En un interminable ensayo sobre la culpa, coloca la memoria como escena, retomando y repitiendo y recolocando y reformulando cada toma. Disuelve el relato, cambia de foco. Por momentos, Infiel parece menos interesada en contar una historia que en convocar un estado de ánimo, colocar al espectador en la piel de alguien que quiere recordar algo demasiado importante y narrarlo con precisión. Es inútil. ¿Se puede evocar algo sin modificarlo? ¿Se puede amar a alguien sin representarlo? ¿De qué manera contamos nuestras vidas para que se vuelvan soportables? ¿Cuántas versiones de nosotros mismos estamos dispuestos a escribir para no enfrentarnos con la verdad?
Es esta la capa que añade esta última versión a una ecuación en la que Ullmann ya había introducido a Isabelle, hija y damnificada última, una presencia en la que el señor Bergman ni siquiera había reparado. Alfredson ejecuta con una densidad hipnótica, que vuelve la serie rareza: hace de la incomodidad su estética, exige, no da tregua, se detiene más de lo tolerable en el gesto, en la mirada; superlativa la tensión. Traicionar es fácil, lo difícil es vivir con ello. Pero, ¿cómo reprimir el deseo de saber cómo seremos en relación a otro? ¿Quién seremos con aquel?