El Misterio del Fiscal (General) y la Verdad

Cristina Pedrosa ABOGADA Y PROFESORA DE DERECHO MERCANTIL DE LA USC

OPINIÓN

El fiscal general Álvaro García Ortiz.
El fiscal general Álvaro García Ortiz. Daniel Gonzalez | EFE

09 sep 2025 . Actualizado a las 22:35 h.

Los que nos sentimos parte de la Justicia hacemos listas de buenos propósitos dos veces al año. Cada 31 de diciembre, como el común de los mortales, y el 1 de septiembre, inicio del año judicial, tras el parón veraniego, en el que habremos meditado sobre el futuro que nos espera. Y tanto propósito solo acaba llevando a mayor frustración. O a un despropósito. Acabamos de conocer que el máximo responsable de una institución cuyo fin es la defensa de la legalidad y el interés público, así como velar por la independencia de los tribunales, pasa de investigado a acusado, con un juicio oral a la vista por la comisión de un delito de revelación de secretos en el ejercicio de su cargo. Y eso cuando aún no habíamos asimilado la imagen de ese fiscal general compartiendo escena con los demás poderes del Estado, pero defendiendo sus intereses particulares en un discurso que debiera estar dirigido a mostrar los propósitos de mejora la Fiscalía. La apertura de juicio oral, esa transformación que supone el cambio de la condición de investigado a acusado, no es baladí. Sigue vigente la presunción de inocencia, pero se ha llevado a cabo ya una valoración que ha concluido que hay indicios suficientes para entender que pudiera ser responsable de unos hechos que de resultar probados en juicio le harán responsable de la comisión de un delito. Será en juicio donde se dilucide si es culpable, pero en este momento está acusado por revelación de secretos de un particular para el que el artículo 417 del Código Penal prevé una pena de prisión de hasta 4 años y suspensión de cargo público.

Ante la Justicia todos somos iguales. Debe valorarse como una evidencia de madurez de nuestro sistema democrático. Cualquier ciudadano, al margen de la posición que ocupe está sometido al imperio de la Ley. Y la aplicación e interpretación de las leyes corresponde a los tribunales. Dejémosles que hagan su trabajo desde la imparcialidad que su cargo y potestades les confieren. Pero al mismo tiempo surgen voces que consideran un sinsentido juzgar a alguien porque se haya dado a conocer «la Verdad». Resulta preocupante.

Sostener tal postura supone desconocer de qué nos protege ese delito. En un Estado de Derecho, la protección de la intimidad tiene carácter de derecho fundamental y por tanto es sagrada la obligación de guardar secreto de ciertas informaciones, sobre todo de las que algunos tenemos conocimiento por razón de nuestra profesión.

Esa Verdad todopoderosa lleva el pensamiento al Ministerio de la Verdad en el que trabaja el protagonista de la novela 1984, de George Orwell, obra que llegó a mis manos en los primeros meses de mi andadura profesional, en un momento de enfermedad, la misma de la que había fallecido su autor cincuenta años antes. La lectura de esa novela escrita con el trasfondo de una época de totalitarismos y que bien podría pasar a titularse El futuro era hoy, igual no nos haría mejores, pero seguramente algo más críticos.