
Hace un par de días, en la playa de Riazor, había un cormorán que buceaba feliz entre los bañistas ateridos de frío. El clima, que a los gallegos nos tiene cruzados, hace ciertas jugarretas, como mandarnos corrientes de agua helada si el mes de agosto viene bueno. Para que no nos vengamos muy arriba. Dicen los que lo comprueban que en la semana que termina se han rozado los 13 grados, que es la temperatura de diciembre. Es por eso que los arenales están llenos, pero la mar casi vacía. Apenas se ven unos cuantos niños celebrando con gritos de felicidad, que salen de sus labios morados, la hipotermia, y los cormoranes. Al cormorán los piratas le llamaban cuervo marino, y era pájaro de mal agüero, pero la colonia de Riazor, que lleva ya mucho tiempo asentada en las rocas entre punta Lixeiro y la cala de San Roque, se ha convertido en una familia feliz que disfruta de la pesca submarina como un vecino más. Sin trampas ni botellas, a pulmón. A mí, como el lector ya habrá sospechado, los cormoranes me encantan porque me recuerdan a la novela de Stevenson de la que hablo aquí casi todos los veranos, La isla del tesoro. El escritor escocés se hartó un poco del frío de estas aguas y se fue a vivir a Samoa, a las antípodas, donde el océano es cálido y pacífico. No muy lejos de la isla Pitcairn donde se amotinaron los marineros de la Bounty, capitaneados por Marlon Brando, porque confundieron aquella tierra con el paraíso. Los cormoranes creen que el paraíso es la playa de Riazor.