El fiscal general del Estado y el deterioro institucional

Francisco Javier Díaz Revorio CATEDRÁTICO DE DERECHO CONSTITUCIONAL EN LA UNIVERSIDAD DE CASTILLA-LA MANCHA

OPINIÓN

Kiko Huesca | EFE

19 jun 2025 . Actualizado a las 05:00 h.

Vivimos una triste época en la que el escándalo de cada día parece superar (y hacer olvidar) el del día anterior, y en este contexto parece momentáneamente apartado el asunto del fiscal general del Estado. Este debe analizarse en el contexto de la degeneración paulatina de algunas instituciones, que algunos utilizan a su favor simplemente para intentar salir airosos en una coyuntura difícil, y sin reparar en que el daño institucional puede ser irreparable. Por supuesto, yo no voy a cuestionar aquí el derecho a la presunción de inocencia de nadie, ni el derecho a un proceso con todas las garantías. Álvaro García Ortiz tiene derecho a defenderse en un juicio, en el que no podrá ser condenado si no hay prueba de cargo suficiente del delito de revelación de secretos del que se le acusa. Pero primero de todo, no estamos todavía en esa fase, sino en el momento en el que basta que los indicios sostengan la acusación, y, por lo que ha trascendido, desde luego parece haber indicios suficientes en este momento procesal (sin desterrar como tal, ni mucho menos, el misterioso borrado de su móvil…). Por lo demás, no hay motivo para dudar del criterio del juez instructor, luego de una instrucción acorde con la legislación procesal aplicable.

Pero ahora interesa destacar que Álvaro García Ortiz desempeña en este momento la Fiscalía General del Estado. Así que, en efecto, el ciudadano Álvaro García Ortiz tiene derecho a la defensa, a un juicio justo y a la presunción de inocencia, pero el fiscal general del Estado jamás debería sentarse en el banquillo, y ya es inédito que la persona que encarna esta institución haya sido procesada por hechos cometidos en el ejercicio del cargo. Se trata, simplemente, de algo ética y estéticamente impresentable en un Estado de derecho. Estamos hablando de quien encabeza la institución que tiene por misión constitucional «promover la acción de la justicia en defensa de la legalidad, de los derechos de los ciudadanos y del interés público tutelado por la ley, de oficio o a petición de los interesados, así como velar por la independencia de los tribunales y procurar ante estos la satisfacción del interés social» (artículo 124.1). Esta institución debe ejercer sus funciones «conforme a los principios de unidad de actuación y dependencia jerárquica y con sujeción, en todo caso, a los de legalidad e imparcialidad». ¿Qué imagen puede dar que el máximo responsable de la institución que ha de velar por el cumplimiento de la ley se siente en un banquillo? ¿Qué credibilidad objetiva puede tener la actuación de la fiscalía en un proceso en el que el acusado es exactamente el superior jerárquico de quien debería (si procede) ejercer la acusación pública? Me parece que esa situación sería demoledora para el prestigio de la institución y del mismo Estado de derecho, y en realidad ya lo es con el mero procesamiento. Ante esto, no pueden ser más endebles, sesgados y populistas los argumentos que apuntan a que el fiscal general del Estado debería seguir para evitar que «un juez» pueda «salirse con la suya» para —supuestamente— hacer daño al propio fiscal general del Estado y al Gobierno. Estas continuas acusaciones de lawfare resultan infundadas e insostenibles. Me parece que no se le puede dar más vueltas. El fiscal general del Estado no tiene otra opción que dimitir de inmediato, por higiene democrática, y Álvaro García Ortiz podrá defenderse en un juicio justo.