Una niña, dos muñecas y Donald Trump

OPINIÓN

Una persona porta una máscara de Donald Trump durante una manifestación por el Día del Trabajo en Filadelfia
Una persona porta una máscara de Donald Trump durante una manifestación por el Día del Trabajo en Filadelfia Sarah Silbiger | REUTERS

08 may 2025 . Actualizado a las 05:00 h.

Trump ha encontrado un nuevo mantra en su guerra arancelaria contra China y ha decidido que el sacrificio por el bien común debe empezar cuanto antes, a ser posible en el parvulario. Si la industria juguetera advierte del posible descalabro de la campaña navideña por las constantes interrupciones en la cadena de suministro, el presidente estadounidense despacha el tema ante la prensa con una frase para enmarcar: «Una hermosa niña de 11 años no necesita tener 30 muñecas para jugar, con dos o tres es más que suficientes».

Ese argumento —impensable en sus días como anfitrión de El aprendiz—, le sirve ahora para presentar la moderación como virtud. Aunque, claro, en casa ajena. Según su lógica, si los juguetes low cost a los que Papá Noel recurre habitualmente para no dejar a nadie sin regalos desaparecen de las estanterías, bastará con invertir el presupuesto en un único producto. Eso sí, made in USA por favor.

El entusiasmo desmedido de Trump por los aranceles supone una amenaza para la economía nacional, pese a que él insista en que su objetivo es proteger los intereses del país frente a políticas comerciales que considera injustas. Visto está que sus medidas terminarán afectando primero a los ciudadanos más vulnerables. Y, aun así, el cardenal de la opulencia se atreve a defender que menos es más e imparte lecciones de austeridad desde su torre de marfil, dejando al descubierto su absoluta desconexión con la realidad de las familias con menos recursos, donde, dicho sea de paso, rara vez hay juguetes de sobra.

Su postura desnuda una visión simplista del impacto económico que generan sus decisiones impulsivas. Lo que intenta es convertir la escasez en enseñanza, esa vieja costumbre de moralizar lo que nunca se ha sufrido. O lo que es lo mismo: que coman pasteles, como explicaba Rousseau en Confesiones al evocar la indiferencia aristocrática.