
A principios de febrero Donald Trump manifestó su intención de controlar y reconstruir la Franja de Gaza, para convertirla, junto con Israel, en una nueva y recreativa «Riviera de Oriente Próximo», mediante la expulsión forzosa de dos millones de gazatíes a Egipto y Jordania, dos países que ya se han manifestado en contra de que así sea. El primer ministro israelí, Benjamín Netanyahu, ha puesto en marcha un proceso militar para facilitar la deportación de los habitantes de Gaza, que constituyen la ciudad más poblada de la franja. Lo que apunta hacia una «transferencia» o «destierro masivo» de seguidores de Hamás a otros países, según el Ministerio de Defensa de Israel. El resultado que se pretende es «liberar» ese territorio que Trump ya ha imaginado lleno de hoteles y de casinos levantados sobre las cenizas de una franja cada vez más devastada.
Nadie en Europa ni en Oriente Próximo parece dispuesto a oponerse a este propósito, por más que casi todos lo juzguen como un proceso de limpieza étnica, en desafío de la legalidad internacional. En este sentido, el ministro de Defensa israelí, Israel Katz, ha dicho que los ataques por orden de Netanyahu se deben a la negativa de Hamás a liberar los rehenes y a sus amenazas de causar daños a los soldados israelíes.
El portavoz del Ministerio de Exteriores afirma que los ataques se debían a que «Hamás rechazó dos propuestas concretas de mediación presentadas por Steve Witkoff, enviado del presidente de EEUU». Pero la realidad más perceptible es que Trump y Netanyahu comparten propósitos y estrategias que condicionarán irremediablemente los movimientos futuros de EE.UU. e Israel en la zona. Con Hamás continuando la lucha.