
En España llega marzo y creemos que termina el invierno. Y en media España al menos no es así. El viento sigue helado y riza el mar Atlántico y el Cantábrico. Y los Picos de Europa siguen apuñalando el cielo con el hielo de sus cumbres. Y la sierra de Madrid está blanca y fría como la anciana que es. Llega marzo y en el norte las patas de araña de los virus siguen esperándonos ansiosas para cazarnos. A veces sale el sol en este tiempo de temperaturas rotas sin brújula, o de brújulas extraviadas, y nos sentamos en una terraza creyendo que es primavera o pensando que ya está aquí un adelanto del verano. Pero enseguida oscurece y la noche trae todos sus puñales gélidos dispuestos a agujerear nuestros pulmones maltrechos.
Al mediodía estamos en Príncipe como príncipes de Vigo y el termómetro marca los veinte y nos sobra toda la ropa y la cara nos pinta una sonrisa de bonanza. Pero a la noche vamos a Bóveda y el interior de Galicia no nos falla con sus menos dos grados para que nos entren ganas del aliento del caldo con sus grelos un poco ácidos, lo justo para que el sabor nos turbe y el estómago se caliente como una estufa.
Ya no es febrero. Un mes tan corto como traicionero. Así reza el dicho galego: «Febreiro, febreirín, o máis pequeno e o máis ruin». La sabiduría popular es imbatible. Por eso El Quijote, que está salpimentado de refranes, es nuestro libro guía, nuestro perro lázaro. El Entroido cayó tarde sobre los primeros días de marzo y con un cielo sin lluvia que nos engañaba desde las comadres de Verín a los choqueiros de Monte Alto. No faltó, como siempre, el calor de la fiesta y el frío del tiempo. En Antroido siempre corre un viento traidor, menos en los corazones y en los disfraces. Esa aspiración del ser humano por salirnos de nuestras jaulas y ser otros por unas horas, por unos días. El placer de ser comparsas y no protagonistas. Nada da más gusto que diluirse en la gente. Que sumarnos con el ritmo para multiplicarnos. El carnaval es un estado de excepción. Ya pasó y dejó sus locuras trenzadas y bien trenzadas para el recuerdo. Para sobrevivir de vuelta a las oficinas, donde nos esperan esas pantallas que parpadean por nosotros, que laten por nosotros, que nos secan las lágrimas de vivir. Ese ratón que nos muerde la mano y nos chupa la sangre. Si todo está tranquilo, si no nos está pasando nada, desconfiemos. Después del subidón del entroido puede ser que estemos muertos. Hay que recorrer marzo como si el invierno agonizando aún nos pudiese entregar los rescoldos más preciados. No esperemos a la bomba atómica de la primavera, abracémonos y que nos abracen para no pensar que los días de autos locos del entroido solo fueron un sueño. Tenemos que abrigarnos en este marzo al que le quedan muchas heladas, pero no dejemos que el desprendimiento de rutina convierta en hiel la miel de nuestros sentimientos. Dejémonos llevar por el callejón de los corazones rotos. O vámonos al cine a ver cómo Dylan y Joan Báez se querían fatal. O pongámonos a leer las cartas entre Albert Camus y María Casares para ver cómo hacían lo que podían para amarse genial. Y así hasta que llegue la tercera guerra mundial.