
Cambiar grasa de leche por vegetal en helados y quesos, o carne por almidones y gelatinas en los embutidos permite no subir en exceso los precios a costa de menos calidad
21 sep 2025 . Actualizado a las 05:00 h.Los precios no paran de subir. Basta hacer la compra para darse cuenta de que el mismo carro cuesta ahora mucho más que hace unos años. La inflación comenzó a escalar a finales del 2021, se disparó en el 2022 con la invasión rusa de Ucrania, y no se detiene. La respuesta de los consumidores ha sido dejar de comprar algunos productos que se han encarecido especialmente o buscar marcas más baratas. Y para no perder clientes, hay empresas que están recurriendo a estrategias como la reduflación, que consiste en reducir la cantidad de producto que contiene cada unidad, pero mantener el precio. Es decir, empaquetar en envases más pequeños para que el comprador no note la subida del precio. La otra artimaña es lo que en inglés se conoce como cheapinflation, que al español se puede traducir por barataflación, y que no es otra cosa que bajar la calidad del producto para poder mantener su precio de venta al público.
Al contrario que la reduflación, que es más fácil de percibir por el consumidor porque se encuentra con envases ligeramente más pequeños, la barataflación es un enemigo mucho más silencioso. Además, no solo se limita a los alimentos, sino que también afecta a bienes de consumo y servicios. El efecto se percibe, por ejemplo, en geles de ducha, champús y jabones que, de repente, generan menos espuma o cunden menos porque tienen una menor concentración de sus compuestos o una reformulación con ingredientes menos caros.
En el sector textil, hay marcas que cambian tejidos de calidad por materiales más finos o con menor densidad de costuras. La tecnología tampoco se libra del fenómeno y ya hay electrodomésticos que han eliminado funciones o reemplazado piezas internas por versiones que son más baratas y también menos duraderas.
Más allá de suponer un cierto engaño para el consumidor, la barataflación también puede tener riesgos para la salud porque se reduce el valor nutricional de algunos alimentos al sustituir ingredientes de calidad por otros peores y menos costosos como la grasa láctea por la vegetal en los helados o, en los quesos, la grasa de leche por aceites de girasol o soja. También hay casos de sustitución parcial de carne en los embutidos por almidones, gelatinas y otros aditivos y, con el precio disparado del cacao, hay marcas de chocolate que están sustituyendo la manteca de este producto por grasas vegetales más económicas y menos sanas.
En Francia, el instituto nacional de salud ya ha alertado contra estas reformulaciones imperceptibles en alimentos procesados porque tienen un efecto acumulativo en la dieta global de las personas. En España, la Agencia de Seguridad Alimentaria y Nutrición advierte del peligro que puede conllevar cualquier cambio en la composición que no se comunique, pero la realidad es que no existe actualmente una legislación que prohíba o regule la barataflación. La normativa española de defensa del consumidor exige que el etiquetado sea veraz y no induzca a error, pero no impide de forma directa esta práctica siempre que la información sobre la composición sea correcta. Hecha la ley, hecha la trampa.