Juan José Millás en su visita a Galicia: «Me he movido bien en la vida a base de fingir que entendía»

FUGAS

El autor partió ayer en tren de A Coruña dejándome un libro firmado bajo el brazo. En la entrevista no se quitó las gafas de sol. La ironía tampoco...
20 jun 2025 . Actualizado a las 17:30 h.Más de una verdad ha dicho Juan José Millás (Valencia, 1946) a su paso por Galicia. Una verdad al menos, como que es un fingidor, como Pessoa. Un fingidor que mira la niebla que borra los tejados coruñeses con gafas de sol y elige para la entrevista un sofá de hotel con vistas a la espalda, pensado no para tumbarse, sino para sentarse lo justo, un fingidor que hace reír con el dolor que en verdad siente. Dos puertas me llevan a Millás, las dos del hotel Riazor. No puedo entrar por la que está cerrada con llave, así que me voy a la lateral, que resulta ser la principal y se abre sola... Parece una broma de Millás.
De puertas físicas y mentales, de las puertas que encontramos en la vida sin saber que hay una que debemos abrir para olvidar todas las demás va esta novela. Ese imbécil va a escribir una novela comienza con dos puertas, las dos por las que se puede acceder a la sucursal del banco en el que trabaja el padre del narrador. En la novela, elijo entrar por la puerta de María Moliner...
Millás clausuró este miércoles en A Coruña los 20.º Encontros con Escritores/as, organizados por el Centro de Formación do Profesorado coruñés.
—Una amiga me ha pedido que le diga que se levanta con usted todos los domingos, en la radio.
—Mucha gente se levanta, es increíble... Mucha gente me comenta que toma café y se va a correr... Es curioso. La gente de radio es especial. No hay semioyente. Hay el que oye la radio y hay gente a la que le hablas de la radio y no tiene ni idea de qué es eso.
—¿Hay semilectores?
—Tampoco. Solo se puede ser lector o no lector. Si eres lector tienes que ser un lector enfermizo. La lectura es una enfermedad, no es «bah, me leo un libro al año».
—¿Los lectores tienden a llevar una vida imaginaria? ¿Hasta qué punto esa vida vale más que la real o literal?
—En la vida de las personas la zona más importante es la imaginaria. La gente pasa más tiempo imaginando que en lo real. Mira la gente en el autobús o paseando o en el metro ensimismada...
—Pero esto no se cuenta demasiado.
—No se cuenta porque hay una idea dominante, que es la de que lo relacionado con la imaginación no existe, del mismo modo que nos despertamos y no damos importancia a lo que hemos soñado. Eso se relega al territorio de lo no existente. ¡Y hemos soñado siete horas! Esta mesa [delante del sofá hay una mesa] no existiría si no hubiera sido antes un fantasma. Todo lo que vemos ha sido antes un fantasma en la cabeza de alguien. Pero hacemos compartimentos estancos y decimos: «Esto es realidad, esto no es», cuando entre lo que llaman realidad y lo que no hay un continuo. Si no aceptas el código y divides, ¡eres raro! Pero se puede fingir que se acepta...
—¿Es un fingidor?
—Sí. Me he movido bien en la vida a base de fingir que entendía. Lo que llamamos educación en gran medida consiste en hacer como que entiendes.
—No sé decir de qué va su novela. ¿De una crisis de identidad, del síndrome del impostor, del miedo a la muerte?
—La identidad es un tema que atraviesa todas mis novelas como un hilo conductor. Ahí se van nucleando el resto, la dicotomía entre lo aparente y lo real, la realidad y la ficción... Todos esos temas se van entrelazando para hacer una trama, que en cierto modo es la trama de mi vida. El narrador se llama Juan José Millás, por tanto, es una representación mía. Podemos compararlo con esos mapas que aparecen en el centro de las ciudades turísticas en los que hay un punto rojo que dice: «Usted está aquí».
—Veo el punto rojo de los mapas, pero no sé entender dónde estoy.
—¡No entiendes los mapas! Como yo...
—¿Son lectores y escritores gente poco funcional, esa clase de gente que, como dicen las abuelas gallegas, «está no mundo por estar», gente contemplativa?
—Es así, hay una trastienda mental. Mariano Sigman dice que somos anfibios. Una rana toma el sol y no dice: «¡Qué pereza meterse en el agua!». Se mete y listo. Somos anfibios en el sentido de que tú vas en el autobús e imaginas que tu jefe se muere, por ejemplo. Vas enriqueciendo el relato, estás en el tanatario, le das el pésame a su mujer... Una fantasía bien construida, y de repente te bajas del bus y te encuentras a tu jefe. Y como anfibio que eres, sales de esa fantasía, saludas a tu jefe y os vais juntos a la oficina. ¡Y aquí no ha pasado nada! En micras de segundo pasas de imaginar una fantasía sexual a bajar en la parada que te toca con naturalidad. El mundo sería mucho mejor si habláramos de lo que se nos ocurre. Uno llega a la oficina y dice: «Fíjate lo que me ha ocurrido». Cuenta que el niño se puso enfermo o que se le pinchó la rueda, pero no llega a la oficina y cuenta: «Fíjate lo que se me ha ocurrido!, que llegaba a casa y me encontraba muerto a mi marido con una bolsa atada al cuello».
—Sin pensamiento mágico, la vida no tiene sentido, considera el escritor búlgaro Gospodínov. ¿Opina lo mismo?
—Claro, hasta al más ateo tiene la necesidad de seguir un ritual. El pensamiento mágico lo tratamos de arrancar del niño. Por eso hay niños que se sienten culpables si se muere el profesor de matemáticas y lo han pensado antes, porque creen que esa muerte puede ser el resultado de su fantasía... ¡Y vete a saber! Somos beneficiarios de ese pensamiento mágico toda la vida. El ser humano tiene una dimensión espiritual desde el principio de los tiempos. Religioso viene de religare, que significa unir, entender que formamos parte de un todo. Lo que pasa es que las religiones oficiales codifican ese sentimiento y crean un Dios justiciero. Por eso hay mucha gente que intenta recuperar ese sentido de lo espiritual al margen de las religiones, que han producido más muertes que nada en la historia.
—Los hombres han provocado más muertes que nadie...
—Sí, pero en nombre de la religión. La idea de la religión ha matado mucho... A mí me interesan más las religiones orientales, que no tienen papas. El hinduismo o el budismo, en que no hay dioses justicieros. Yo defiendo la espiritualidad, que es una dimensión que está en nosotros desde tiempos prehistóricos. Ahora, es verdad que todo el mundo que se ha educado, como yo, en el contexto de una religión tan potente como la católica, aunque no sea creyente, tiene una cierta nostalgia.
—Y un trauma...
—Pero si superas el trauma, queda la nostalgia. El catolicismo tiene dos inventos fabulosos, el perdón, esa idea de que el perdón alivia más al que perdona que al perdonado, que es brutal. Y la idea de la salvación. Yo me pregunto si la literatura no intentó sustituir la idea de la salvación, si yo en la literatura no intenté buscar un sucedáneo de la idea de salvación cristiana.
—¿Podría ser otra cosa que escritor?
—No me imagino. En la adolescencia me hice un lector enfermizo y eso me cambió la vida. No sé qué habría sido de mí si no me hubiera hecho lector. Yo trabajé en una caja de ahorros, y en Iberia hasta el año 93. Podría haber sido un oficinista lector.
—¿«Todas las risas de este mundo tienen un lado oscuro»?
—En mi caso el humor es un efecto colateral. Cuando la gente me dice que me lee y se muere de risa, yo no entiendo de qué se ríe. De joven, me molestaba muchísimo que me dijeran eso. Ahora lo acepto deportivamente. Mi modo de acercarme a la realidad tiene mucho de ironía y de paradoja, que lo ponen todo patas arriba, pero hacer reír es un efecto del que no soy responsable. También es cierto que no hay nada que dé más miedo que una carcajada en medio de la noche...
—¿Tú eres tú, o usted es otro, a estas alturas del partido?
—Yo tengo un yo que es una prótesis. No tengo un yo sólido, fuerte. Todos somos hijos del deseo de otros. Antes de concebirnos, nuestros padres ya empiezan a fantasear si seremos niño o niña... ¡Ya empiezan a proyectar fantasías! Lo normal es que la gente coja ese deseo y lo haga suyo... Yo, fuera cual fuera el deseo de mis padres, no lo hice mío. Me manejé con mi yo protésico. Pienso que esto tiene que ver con un suceso muy traumático de mi infancia, que fue el traslado de Valencia a Madrid. Valencia era mi paraíso... Trasladarme a Madrid con mis padres fue la pérdida del mar, del Mediterráneo... Me habían robado el paraíso. En ese viaje tan traumático perdí el yo verdadero que estaba en marcha. Y en Madrid me hice un yo protésico.
—Interesante la comparación que hace de la vejez con la adolescencia...
—Es que se parecen mucho. Las primeras palabras de Diario de la vejez, de John Cheever, dicen: «En la vejez hay misterio y hay confusión». Esas dos notas también marcan la adolescencia.