
El ciclista esloveno alcanza en el Tour la cifra simbólica de triunfos después de otro espectáculo magnífico con Vingegaard
08 jul 2025 . Actualizado a las 21:05 h.Cien victorias con 26 años. Solo tres ciclistas consiguieron una hazaña similar. Giuseppe Saronni, Freddy Maertens, dos velocistas y, claro está, Eddy Merckx, y solo los dos últimos sumaban más triunfos a esa edad. Tadej Pogacar sigue subiendo escalones para llegar al trono celestial del insaciable Caníbal belga. Sin proponérselo, sin ponerse metas. Ganar no es algo forzado para él, sino que le sale de dentro. Es el más fuerte, el más listo y el más talentoso; vence sin pisotear a nadie, pero también sin pedir permiso. Es su trabajo, pero también su manera de divertirse. Verle sobre la bicicleta no evoca el sufrimiento y el sacrificio de tantos campeones que le precedieron. Sufre y se sacrifica, pero se divierte. «Me produce adrenalina, es una carrera genial y eso me gusta».
Le gana a Van der Poel, su rival en primavera y también cuando el Tour se convierte en una clásica de estío; le gana también a Vingegaard, reconvertido en llegador para no perder comba de su rival. Cien victorias en Normandía, la patria de Jacques Anquetil, cinco Tours lo contemplan, el ciclista elegante, con clase, tan diferente de Jean Robic, que tenía poca estatura y mal carácter. En el pelotón temían sus salidas de tono, sus quejas, sus gruñidos. En el Tour de 1953, su director le esperaba en la cima del Tourmalet con dos bidones de plomo, casi diez kilos en total, para el descenso, porque pesaba poco y bajaba despacio. La bicicleta, desequilibrada, fue dando bandazos, se cayó dos veces. Seis años antes atacó en la última etapa, le prometió cien mil francos a Fachleitner si le ayudaba y ganó el Tour contra pronóstico.
Y fue en Ruán, la ciudad que impresionó a Víctor Hugo con sus cien campanarios, a la vista del Atlántico, donde una estela rememora su hazaña al pie de la cota de la Gran Mere, allá donde comenzaron a saltar chispas otra vez entre Pogacar y Vingegaard, aunque por personas interpuestas. En la penúltima subida de la etapa, un final complicado, de rutas estrechas, ascensos, bajadas y curvas, el UAE y el Visma, sus equipos, trabajaban para mantener el control. Primero el de Pogacar, con Marc Soler y Jonathan Narváez remolcando poderosos a su líder. ¿Estaba por allí Almeida? Sí, un poco más atrás, esperando su momento, con esa pedalada excepcional reservada para las grandes ocasiones.
Vértigo en el descenso
Y llegó el Visma, con sus maillots amarillos y negros, para decir que ellos también estaban preparados para todo, que Vingegaard no es un invitado ocasional, sino que está allí para quedarse. Vértigo en el descenso, como locos trazando las curvas, pero sin estarlo, camino del último gran esfuerzo, 850 metros de paredes imposibles para el común de los mortales, o para los ciclistas cuerdos en San Hilario, donde un par de horas antes la Policía tuvo que dispararle en la pierna a un hombre que amenazaba a los espectadores con un cuchillo.
Ya había pasado todo cuando llegaron los monstruos del ciclismo. Otra vez Narváez poderoso, de nuevo Almeida majestuoso para darle pie al monólogo de Pogacar, arrancada brutal entre las casitas bajas con sus propietarios animando desde detrás de las cercas, revolución a la que solo responde Vingegaard. Otra vez los dos mano a mano. Los demás quedan lejos. Sufre el danés y por un instante da la sensación de flaquear, aunque no es eso. Se despista al mirar atrás y ver que nadie les persigue, pero se rehace, aprieta y enlaza. Hasta eso lo tenía controlado Pogacar. «No sabía exactamente cuánto duraría la subida, así que quizás podría haberme esforzado un poco más en la cima. Pero creo que Jonas habría estado conmigo de todos modos. Esperaba que me siguiera».
Se juntaron en el alto, cuando el ácido láctico ya ha atacado los músculos de las piernas y el dolor se extiende. Después de la demostración de fuerzas se dejaron ir y por detrás llegó el grupo, selecto, reducido. Solo unos pocos privilegiados con buenas piernas, o lo que quedara de ellas. No estaba Roglic, no estaba Mas, penaba lejos Lipowitz. Aguantaban Onley, Skjelmose, Vauquelin y Gregoire, el líder Van der Poel y el resistente Evenepoel, además de los domésticos de los líderes: Almeida y Jorgenson. Atacó el estadounidense y cogió metros, quedaban mil para la meta, pero el portugués cerró el hueco, imperial. Fue entonces el momento de los fuera de serie. Salen de la curva para meterse bajo la sombra de los plátanos y entonces arranca el líder, aguanta lo que puede, hasta que Pogacar lo supera y gana, aunque no le arrebata el jersey amarillo, empatados como están a tiempos.
El puntómetro decide. «No podría haber soñado con un mejor final de carrera», confiesa Tadej Pogacar. «Vencer a uno de los mejores ciclistas del mundo en ruta, especialmente en este tipo de final, y alcanzar las cien victorias en el Tour de Francia con el maillot arcoíris, es increíble». Pero el esloveno recuerda: «La contrarreloj es la verdadera prueba. Se trata de tener las piernas. Esto no es Fórmula 1, es ciclismo».