Los árbitros casi nunca hablan de nada hasta que se retiran, que lo comentan todo, y lo han hecho justo el día antes de pitar una final de Copa. El de campo, De Burgos, para acabar sollozando, conmovido por las críticas preventivas, y el del VAR, González Fuertes, envalentonado, advirtiendo por las bravas que habrá consecuencias. Hasta en la sala de prensa se rearbitra al compañero. Son malos tiempos para el colectivo. Se dieron la tecnología para ayudarse en errores clamorosos y han acabado montando un arbitraje paralelo. Creíamos haberlo entendido. Solo para un error mayúsculo e irrefutable, una jugada determinante de esas que no podría discutir ni el amiguete que se pierde en todas las polémicas.
El fracaso reside en que el árbitro que está al frente del VAR se cree que también dirige el partido. Llama al de campo para que interprete cosas que ya ha interpretado y que no podrían considerarse, aún con otro criterio, errores flagrantes. «Te doy un plano lateral, luego otro frontal». Míralo ahora a vista de pájaro montado en un dron. Y allí está el árbitro de campo, en el patíbulo del monitor, con una secuencia hacia adelante y hacia atrás, decidiendo si pita lo que el compañero le ha reclamado que pite. Si necesitan cuatro tomas y tres minutos para decidirse, entonces ni el fallo era mayúsculo ni debió advertirse. En la arbitrariedad con la que se hace, y en el criterio de qué jugadas se rearbitran y cuáles no, está el desconcierto general.
Lo dantesco es que la crispación exagerada con los árbitros, que no dejan de ser deportistas necesarios, la protagonicen el barcelonismo y el madridismo institucional. El Madrid de los últimos tiempos es el niño repelente que amenaza con llevarse la pelota de todas partes. Si no le dan 72 horas entre partidos, no comparecerá. Si Vinicius no gana el Balón de Oro, plantan la gala. Si no les cambian los árbitros de la final, filtran una espantada surrealista. Y eso que todos vieron cómo avanzaron en la Copa ante el Celta. Lo dieron en abierto para todos los públicos.