La historia de superación del surfista Álvaro Vizcaíno: «Me estrellé contra una roca sumergida»

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En el 2014 el surfista resbaló haciendo senderismo en Fuerteventura y se precipitó por una duna de la que quedó colgando hasta que sus brazos no aguantaron más y cayó al mar contra las rocas
12 abr 2025 . Actualizado a las 21:38 h.El surfista Álvaro Vizcaíno conoce de cerca el miedo a la muerte. En el 2014, a sus 38 años, paseaba por la isla de Fuerteventura durante un domingo soleado a finales del verano cuando resbaló en una duna de arena y quedó colgando del borde de un acantilado. Doce metros de altura lo separaban de las rocas que había en el fondo. Luchó con todas sus fuerzas pero, al final, su cuerpo cedió y acabó por caer. Así comenzó una odisea de 48 horas que se le hicieron eternas. Pero, contra todo pronóstico, sobrevivió para contar su historia. En su nuevo libro, El miedo es tu maestro (Urano, 2025), comparte los aprendizajes y las reflexiones a las que llegó a través de esta experiencia.
Un paso en falso
Ese primer paso en falso de Álvaro, aquel resbalón maldito, fue el inicio de una vivencia que pondría a prueba no solo su condición física como deportista, sino su fortaleza emocional y mental. «Uno sale a hacer una excursión de domingo y no espera acabar con su vida pendiendo, literalmente, de un hilo. Y lo peor no fue eso. Lo peor fue entender que me iba a caer y que la caída podía ser fatal, o bien, dejarme muy mal. Es enfrentarse a la muerte, ahora. Y eso es aterrador. Ahí me di cuenta de que nosotros vivimos la muerte como una teoría. Pensamos en qué va a pasar cuando llegue. Pero cuando de repente está aquí, nunca estamos preparados. Y esto me pasó, durante esos días, no una vez sino varias», cuenta.
«A 12 metros de altura, caer de espaldas significaba lo peor, así que había que decidir. Tuve que elegir mi caída. Entendí que mi vida dependía de empujarme fuerte contra la pared del acantilado para caer lo más lejos posible de las rocas, en el mar», describe. Su experiencia de surfista le había enseñado a escuchar las olas y sabía que, si quería sobrevivir, debía lanzarse cuando hubiera suficiente agua para amortiguar su caída. Y así lo hizo.
«Recuerdo como si fuera ahora el impacto y el caos a mi alrededor. Estaba bajo el agua. Me estrellé contra una roca sumergida y me rompí la cadera y la pelvis por tres sitios; también la mano derecha. El milagro es que mi cabeza rozó otra roca, que de haber impactado con ella de pleno, habría sido mi sentencia de muerte», detalla Álvaro.
El naufragio
Para él, lo más duro no fue la caída, sino todo lo que vino después. «Estando en el agua, consciente de mis graves heridas, me agarré a una roca, trepé como pude sobre ella y aguanté unas horas así. El tiempo iba pasando y sabía que allí no podía quedarme. Las olas me podían arrojar contra las rocas y sería el golpe de gracia. Así que decidí volver al agua para intentar nadar hasta una cala cercana», cuenta.
No era tarea sencilla. «Nadar para salir de la zona de acantilados fue una epopeya terrible. Solo tenía un brazo sano y cada vez que movía las piernas, mis huesos rotos crujían inyectando tanto dolor en mi cuerpo que me desmayaba. Perdí el conocimiento varias veces, dejándome ir al fondo, pero mi cuerpo emergía de nuevo milagrosamente», recuerda.
Cuando por fin tocó tierra firme, trató de encontrar recursos para sobrevivir hasta que encontrara ayuda. Tuvo la suerte de hallar una botella llena de agua, un hallazgo que califica como «milagro». Con unas redes de pescase cubrió le piel y se quedó en la playa con la esperanza de que alguien lo viese y fuese a rescatarlo.
Pero pronto comprendió que aquella era una zona por la que no pasaba nadie. Deshidratado, agotado y herido, sabía que el tiempo no estaba de su lado. «Estar dos días malherido en aquella playa me atravesó como una flecha. Otra vez, la certeza de la muerte. Pensaba: "O te mueres aquí secándote al sol, o te mueres intentando buscar ayuda en el mar"», recuerda.
También le empezaban a afectar los factores climáticos. El calor durante el día lo deshidrató aún más y, por la noche, el frío lo acercaba peligrosamente a la hipotermia. Con el paso de las horas, se empezó a desesperar. «Me aterrorizaba morir como un pez fuera del agua, agonizando en una bocanada imposible», escribe en las páginas de su nuevo libro.
Ante este panorama, decidió volver al agua. Nadar hasta un sitio más habitado era la única opción, pero no sería fácil. Sabía que le esperaba un trayecto a nado «de unos diez kilómetros» y su condición física no había hecho más que empeorar en la playa. Tenía la cadera y un brazo fracturados. «El miedo me sacó de allí. El miedo a no haberlo intentado, a morir solo sin volver a ver a nadie nunca más. El miedo a fallarme a mí mismo», relata.
Ya en el agua, divisó una mancha en el horizonte. «Ojalá sea un barco», recuerda haber pensado. Entonces, perdió el conocimiento. Lo siguiente que recuerda es haber sido trasladado en helicóptero. El objeto que había visto era, efectivamente, una embarcación, y sus tripulantes fueron los que pusieron en marcha las maniobras para su rescate.
El hombre contra la naturaleza
En el ámbito literario, se clasifica las obras narrativas según el tipo de conflicto que esté en el centro de la historia, siendo los tres conflictos clásicos el del hombre contra el hombre, el del hombre contra sí mismo y el del hombre contra la naturaleza. La experiencia de Álvaro, claro ejemplo de la lucha del ser humano contra la naturaleza, evoca relatos reconocidos, como el de Robinson Crusoe o El viejo y el mar, de Hemingway. «Al verme colgando de un acantilado, me sentí como en una película», describe Vizcaíno. Tanto es así, que su historia ha sido adaptada al formato audiovisual con Solo, un largometraje estrenado en el 2018 y dirigido por Hugo Stuven Casanovas.
Pero detrás del espectacular relato de supervivencia de Álvaro están los conflictos internos a los que él se enfrentó durante estas vivencias. «Antes del accidente, estaba en el mejor momento de mi vida, en el que más dinero ganaba y estaba viviendo la vida de mis sueños. Pero aún así, sentía que estaba incompleto, me sentía insatisfecho. Cuando me caí, sentí que tenía que volver como fuese para poner remedio a esas cosas. Me hizo darme cuenta de que todas las zanahorias que había estado persiguiendo daban igual», asegura.
Tras el rescate, Álvaro tuvo tiempo de procesar la experiencia a nivel emocional mientras se recuperaba en el hospital. «Uno sobrevive y está feliz, como un Buda. Durante un mes de convalecencia en cama, fui feliz. Pero después me dio un bajón. Me empecé a angustiar, a pensar en todo eso que me había pasado y a preguntarme por qué, qué sentido tenía. Me di cuenta de que necesitaba darle un propósito a esta nueva etapa de mi vida», recuerda.
Decidió usar esta experiencia para indagar acerca del miedo y aprendió que este tiene diferentes caras. Está, por un lado, el miedo paralizador, ese terror que nos limita, que nos impide actuar. Pero, del otro lado, está el miedo movilizador. «Este miedo lo que hace es abrirte una ventana, te moviliza hacia una solución», explica. Hoy, se dedica a dar conferencias para ayudar a las personas a atravesar ese umbral que las deja estancadas en esa primera cara del miedo, para que puedan pasar a la segunda, es decir, a la acción.
Él mismo reconoce que ha tenido que pasar por ese proceso en más de una ocasión. «Yo diría que no es algo que se hace una sola vez. La vida es un proceso abierto. No es que encuentras esa solución y ya eres feliz, levitas y duermes en una nube. No creo que llegue ese momento. Pero sí que podemos acercarnos a momentos de plenitud que cobran importancia, sentido, peso y que nos ayudan a dirigir nuestras acciones», concluye.