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Cómo morir bien: hablamos con enfermos y especialistas sobre la última gran batalla de la sanidad

Cuidados paliativos

Cómo morir bien: hablamos con enfermos y especialistas sobre la última gran batalla de la sanidad

Aceptar la realidad. A Asunción le cambió la vida hace ocho años con el diagnóstico de un cáncer de difícil pronóstico. En la foto, con su marido Julio. Dani Méndez

La medicina ha logrado alargar la vida como nunca antes. Pero, cuando la cura ya no es posible, el sistema todavía falla para muchos: 230.000 españoles se quedan cada año sin cuidados paliativos especializados. La última batalla de la sanidad no es contra la enfermedad, sino contra el dolor, el abandono y la burocracia.

Miércoles, 26 de Noviembre 2025

Tiempo de lectura: 10 min

¿Cómo es mi día? Duro». María Asunción Molinero lo dice sin rodeos. «Sé que me estoy muriendo. Lo noto». La frase deja en suspenso la habitación 103 de la Unidad de Cuidados Paliativos San Camilo, en Tres Cantos (Madrid). Unos segundos de silencio. Después, al ver el cuaderno casi vacío, añade: «¿No tomas notas? ¿No te interesa?». Lo tenía claro desde el principio: «Acepté con la condición de que no iba a decir que todo es bueno y bonito. Lo malo no lo quites», advierte. A veces el cansancio la desborda: «Cuando me enfado con mi marido, le digo: '¿Es que no sabes que me estoy muriendo?'».

Asunción tiene muy presente lo que significa estar allí. Llegó el mismo día que quienes ocupaban las habitaciones contiguas. Hoy ya no están. Recuerda el procedimiento: el aviso del personal, la puerta que se cierra, el pasillo que queda en silencio, el chirrido de la camilla alejándose. Cuando vuelven a abrir, la habitación está vacía.

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Acompañar. Asun y el doctor Nicolás Lavagna en la Unidad de Cuidados Paliativos de San Camilo.

Desde hace cinco meses, este es su día a día. El diagnóstico llegó hace ocho años: un cáncer difícil de tratar. Desde entonces, consultas, tratamientos, urgencias, ingresos y más esperas. Julio, su marido, lo resume sin adornos: «Está superdolorida. Hay días que podría estar en casa… y otros que no». Y añade, sin dramatización: «Si no le doliera, me la llevaba. Pero ya lo hemos vivido y es desolador. Aquí tocas un botón y se arregla todo».

Paliativos sigue generando miedo y rechazo entre la población. Se asocia al final, a la rendición. Sin embargo, Habla de algo básico: 'La persona sigue ahí y merece el mejor trato hasta el final'

Esta unidad de paliativos no suena a hospital. Pocas hay así en España. No huele a urgencias ni a prisas. Aquí llegan quienes ya no pueden estar en casa porque el dolor desborda, porque la familia necesita apoyo o porque las noches se han vuelto interminables. Las enfermeras y los médicos no corren: se sientan, escuchan, acompañan. La luz entra franca por los ventanales. Al fondo, un piano que a veces suena. Es un lugar pensado para vivir cada día que queda.

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Control del dolor. El aburrimiento es un visitante habitual en la habitación de Pedro: 94 años, cada vez más frágil y con movilidad reducida.

«No es mi casa, pero se asemeja –explica Asunción–. A veces le digo a mi marido: 'Vamos a casa', y me refiero a aquí». Hay días en los que puede pasear un poco; otros en los que no se levantaría de la cama. Y admite lo que más le pesa: «Lo peor es no tener a la familia las 24 horas».

A Julio también se le quiebra la voz. «Aquí nos ayudan. Hay psicólogo para los pacientes y también para los familiares». Una palabra vuelve una y otra vez: compañía. «Ella no va a estar sola ni un día. Yo duermo todas las noches aquí. Y, si no, vienen sus hijas. Nunca sola».

Los cuidados paliativos 'ni acortan ni alargan la vida'. Buscan aliviar para que nadie tenga que tomar decisiones desde el dolor, la soledad o el miedo, señala Carlos Centeno. 'No están reñidos con la eutanasia'

En la 113, Pedro García Cordonero –94 años– también pasa sus días acompañado. Su familia viene mañana y tarde. Él, cada vez más frágil, lo dice sin rodeos: «Estoy aburrido… me gustaría andar como antes». Su hijo completa lo que él ya no puede: «Aquí puede salir al jardín con la cama si hace falta. Tiene luz, zonas verdes, salas donde estar en familia. Hasta celebramos el cumpleaños de mi madre en una salita que parece una casa rural». Pero no todos tienen esa posibilidad.

En unidades como esta, los cuidados paliativos significan algo tan sencillo y tan complejo como aliviar. Controlar el dolor, la angustia, la falta de aire, el insomnio. Es escuchar lo que cuesta decir, ayudar a cerrar conversaciones pendientes, sostener cuando el cuerpo ya no puede. Aquí el tratamiento no se mide en analíticas, sino en horas sin sufrimiento, en poder dar un paseo por el jardín o lograr que una comida vuelva a saber. La medicina se vuelve más humana: se centra en lo que queda, no en lo que se pierde.

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España retratada. Luis Matesanz, el día que el cuerpo se lo permite y la meteorología acompaña, sale a tomar el sol al patio con su cuidadora o con la enfermera. Él es uno de los 33 pacientes en San Camilo.

Ese modo de cuidar requiere un equipo completo: médicos, enfermeras, psicólogos, trabajadores sociales y voluntarios que prestan atención tanto al paciente como a su familia. Porque, cuando la familia se desmorona, el enfermo cae detrás. La labor es acompañar sin invadir, aliviar sin acelerar nada, permitir que la vida siga siendo vida hasta el final.

La desigualdad

Lo que ocurre en San Camilo no es la norma. Fuera de aquí, el acceso a los cuidados paliativos es desigual y, con demasiada frecuencia, insuficiente. La palabra 'paliativos' sigue generando rechazo. A menudo se asocia al final, a la rendición. Pero, en realidad, marca el comienzo de otra etapa: menos médica y más humana. «Parece que llegamos cuando no hay más, y sí lo hay», señala Carlos Centeno, director de Medicina Paliativa de la Clínica Universidad de Navarra. Habla de algo básico: «La persona sigue ahí y merece el mejor trato hasta el final».

Cada año, en España, unas 370.000 personas necesitan este tipo de atención. Apenas 140.000 acceden. «Tener cuidados paliativos sigue dependiendo de un código postal», denuncia Elia Martínez, presidenta de la Sociedad Española de Cuidados Paliativos (Secpal). «O peor: de que el médico tenga interés y formación en esta materia».

Tener cuidados paliativos sigue dependiendo del código postal en el que se viva. Solo el 40 por ciento de los pacientes que los necesita tiene acceso a ellos

No existe una ley nacional ni una titulación homologada. Cada comunidad legisla a su modo y la atención resultante es desigual. «Si estás en Madrid o Cataluña, quizá recibas una atención bastante buena –añade Martínez–, pero, si te encuentras en el Pirineo, en la sierra o en la España vaciada, el centro más cercano puede quedar a horas de distancia».

Los que no pueden ir a un centro o no quieren son atendidos en casa, por equipos que solo pueden desplazarse unas horas al día. Teresa Villa Albuerne forma parte de ese personal de soporte paliativo domiciliario en Madrid: médico y enfermera juntos, «de casa en casa», como resume. Primero llaman, escuchan, valoran. Después, cuando hace falta, entran al domicilio. Allí se ve todo de otra forma: el dolor, pero también la vida que sigue –la familia, las fotos, el olor de la comida–. «Tenemos capacidad para darnos cuenta muy rápido de si un paciente empeora», explica. La mayoría quiere permanecer en su hogar hasta el final, cerca de los suyos y lejos de los pasillos fríos. «Se resuelve muchísimo por teléfono», admite. Una llamada puede evitar una noche de miedo si un dolor se dispara o si el paciente se agita y nadie sabe qué hacer. Cuando realmente es necesario, se activa un recurso sanitario para acudir a casa.

7 consejos para morir y ayudar a morir bien, por Enric Benito

Benito fue oncólogo hasta que entendió que su lugar estaba junto a quienes se acercan al final. Habla de muerte sin misticismos, desde la ciencia y la experiencia. En su libro El niño que se enfadó con la muerte resume siete claves para despedirse en paz: llegar sereno, cerrar lo pendiente y permitir que la vida se apague sin miedo.
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Morir es normal y, además, es seguro

Morir es un acontecimiento biológico, como nacer. Forma parte del ciclo de cualquier ser vivo. Los especialistas conocen ese tránsito: tiene fases y avanza hacia una desconexión progresiva. Informar y acompañar en cada paso ayuda a afrontar lo que está sucediendo con más calma.

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En algunas regiones, los servicios domiciliarios tienen horario restringido; en zonas rurales la cobertura es mínima. En otras, incluso cuando existen equipos de paliativos, las normas chocan con la humanidad. En el País Vasco, un pediatra fue amonestado por acompañar fuera de horario a una niña de 4 años en su fase final. Acudía de madrugada y fines de semana porque la familia lo necesitaba. «No podíamos dejarlos solos», defendió. El caso desató indignación entre asociaciones y profesionales, que lo ven como el reflejo de un sistema que todavía penaliza a quienes cuidan bien. Ese es solo un ejemplo del déficit estructural: según la Secpal, apenas el 40 por ciento de quienes los necesitan acceden a atención especializada. El resto queda en un limbo: ni hospital ni apoyo real en casa, solo la espera final. Cuando llegue y como llegue.

Centeno insiste en que los paliativos no significan alargar la agonía. «Ni acortamos la vida ni la alargamos –resume–. Es estar ahí, acompañar la enfermedad». Cuando estos equipos entran antes, mientras el paciente sigue con la quimioterapia u otros tratamientos, se ha visto que la calidad de vida mejora y que el final se afronta mejor.

Una deuda global

La mitad de la población mundial no tiene acceso a cuidados paliativos. El primer Atlas Mundial de Cuidados Paliativos, elaborado por el Observatorio Atlantes con aval de la Organización Mundial de la Salud, sitúa a España en el puesto 28 y penúltima entre los países avanzados. Por detrás de buena parte de Europa… y también de Uganda o Tailandia. El país africano impulsó los cuidados paliativos desde los hospicios y entendió pronto que sin morfina no hay alivio.

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Ni urgencias, ni prisas. En las unidades de cuidados paliativos, las urgencias quedan a un lado. En estos espacios, lo importante es la tranquilidad, escuchar, comprender y, sobre todo, acompañar.

Comenzaron a fabricarla con autorización del Gobierno y el modelo se extendió a todo el territorio. En Tailandia, la apuesta llegó desde la atención primaria: los paliativos se ofrecen cerca de donde está la gente.

Paradójicamente, España parte con ventajas: un marco normativo consolidado, acceso a medicamentos esenciales, amplia cobertura sanitaria –aunque desigual– y liderazgo internacional en investigación. «Las bases están –admite Centeno–. Falta lo más difícil: convertirlas en práctica real». Y añade: «Seguimos sin formación suficiente, ni académica ni profesional».

Lo mismo observa Magdalena Lasheras, doctora de San Camilo, o Elia Martínez, que habla cada semana con Nacho, uno de sus pacientes. Vocaciones distintas con un punto común. «Yo sabía que no iba a curar –dice Martínez–. Yo quería acompañar y cuidar».

En este terreno también ha irrumpido otro debate: la eutanasia. España es uno de los pocos países que la han legalizado. Centeno no esquiva la cuestión. Conoce bien los argumentos –antes de dedicarse por completo a estos cuidados investigó la actitud de médicos y enfermeras frente al final de la vida y la eutanasia en otros países–. Acepta que hay personas que quieren definir su final y sienten que la medicina a veces alarga la vida más de lo que desean. Pero recuerda a quienes solo piden ser acompañados hasta la muerte natural. Su mensaje es sencillo: nadie debería elegir su final desde el miedo o el sufrimiento. Los paliativos existen para que, hasta el último momento, haya alivio, compañía y dignidad.

Pero los paliativos avanzan despacio, más por inercia profesional que por voluntad política. En la 103, Asunción lucha contra el dolor. En la 113, Pedro se aburre porque ya no puede caminar. En tantas casas, muchos esperan sin ayuda suficiente. Cada uno con su tiempo. Cada uno con sus miedos. Pero todos con la misma urgencia.