Un hallazgo histórico
Un hallazgo histórico
Jueves, 27 de Noviembre 2025, 18:11h
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Austria-Hungría, el imperio multinacional, se desmoronaba. Las masas en las calles exigían la instauración de la república. Ante la debacle, el emperador Carlos I convocó a su fiel servidor, el gran chambelán Leopold Graf Berchtold, para que salvara lo que pudiera: las joyas de la Casa de Habsburgo debían ser sacadas del país. Los hombres del monarca retiraron docenas de piezas de las vitrinas de la cámara del tesoro del Palacio Imperial de Viena y, en el caos de aquellos días revolucionarios, las trasladaron a Suiza, donde llegaron el 4 de noviembre de 1918.
Entre las joyas se encontraban la corona de diamantes de la emperatriz Isabel (Sissi); un brazalete de brillantes con una gran esmeralda que la emperatriz María Teresa llevaba en sus paseos en trineo; y el legendario Florentino, una piedra del tamaño de una nuez de 137 quilates, considerado entonces el cuarto diamante más grande del mundo. La única fotografía conocida de él es una realizada antes de 1918 que lo muestra como parte de un broche de sombrero. Solo tres años después de aquella operación, el tesoro desapareció sin dejar rastro. Desde entonces se tejen mitos y teorías sobre su paradero. Entre los rumores se aseguraba que el Florentino había sido retallado y vendido por partes.
El empresario austriaco y expolítico Carlos de Habsburgo-Lorena, nieto del último emperador austriaco y actual jefe de la familia, asegura: «El Florentino está junto con otras piezas de las joyas familiares en una caja de seguridad bancaria en Canadá». Su abuela Zita de Borbón-Parma, la viuda del emperador Carlos I, llevó las joyas allí hace décadas en una pequeña maleta de cuero marrón. El escondite se encuentra en la provincia francófona de Quebec.
Carlos de Habsburgo-Lorena, de 64 años, asegura que él mismo ha visto el tesoro y que cuenta con un peritaje sobre su autenticidad e incluso con fotografías. «Estrictamente hablando, las joyas nunca estuvieron perdidas –dice–. Simplemente muy pocas personas sabían dónde se encontraban». Hasta hace un año, ni siquiera él conocía su paradero. «Mi padre había mencionado el tema de pasada; pero en aquel momento no le di importancia y no pensé más en ello», afirma. ¿No es extraño que él, como jefe de la familia Habsburgo, no tuviera ni idea de dónde estaban las joyas?
Según cuenta, el año pasado contactaron con él dos de sus primos. Había algo importante que discutir. La abuela Zita había ordenado que el paradero del diamante y las otras joyas debía mantenerse en secreto al menos hasta el centenario de la muerte del emperador Carlos I, fallecido el 1 de abril de 1922 en el exilio en Madeira. Solo dos miembros masculinos de la familia conocían el secreto: precisamente esos dos primos.
Esas alhajas han fascinado durante generaciones. En especial el diamante gigante amarillo, también llamado Piedra del Destino, sobre el que se han tejido innumerables mitos. Está razonablemente confirmado que en el siglo XV perteneció al duque de Borgoña Carlos el Temerario, quien, según se dice, llevaba la piedra consigo cuando cayó hace casi 550 años en la batalla de Nancy. Posteriormente pasó a los Médici. Fue a través de Francisco Esteban de Lorena, gran duque de Toscana y esposo de María Teresa de Austria, como la piedra pasó a manos de los Habsburgo.
Cuando Francisco Esteban fue coronado emperador en 1745, mandó engarzar en su corona la piedra –bautizada por María Teresa como «Florentino»–. Ya en la familia, en 1810, cuando María Luisa de Austria se casó con Napoleón Bonaparte recibió la joya como regalo de boda. Tras el fin del gobierno del corso en 1814, María Luisa regresó a Austria con la piedra preciosa en su poder.
El rastro del diamante se pierde en 1921, el año en que Carlos I trató de volver, sin éxito, al poder, al menos en una parte de su antiguo imperio, Hungría. En algunas publicaciones se dice que el exemperador depositó las joyas como garantía para financiar su regreso al trono. También se especuló con que un estafador se habría apoderado de la piedra y desaparecido con ella. De hecho, cuando en 1923 un diamante amarillo con forma de cojín de 99,52 quilates apareció en el mercado estadounidense, surgieron rumores de que podría tratarse del Florentino retallado. Las especulaciones regresaron cuando mucho después, en 1981, apareció en Ginebra, en la subasta de otoño de Christie's, un diamante amarillo sin nombre de casi 82 quilates.
La historia que ahora cuenta Carlos de Habsburgo tiene una protagonista, Zita de Borbón-Parma, la última emperatriz de Austria, su abuela. El nieto dibuja la imagen de una mujer valiente, en gran medida sin recursos, en fuga con sus ocho hijos tras el fracaso de la restauración en Hungría en 1921. Su nieto cuenta como, tras su intento de regresar al trono, la pareja imperial fue detenida y que fue gracias a la intercesión del rey británico Jorge V por lo que lograron llegar en un barco inglés Danubio abajo, a través del mar Negro, hacia el Mediterráneo. La pareja imperial acaba exiliada en la isla portuguesa de Madeira, donde Carlos I muere pronto de una neumonía.
Zita se traslada entonces con sus hijos al País Vasco y de ahí a Bélgica. A partir de mediados de los años treinta, su hijo mayor, Otto, el padre de Carlos de Habsburgo, se convierte en opositor feroz de Hitler y los nazis, así que cuando la Wehrmacht invade Bélgica y Francia en 1940 Zita tiene que volver a la fuga con su familia. A través de Burdeos llegan a la frontera española, que permanece cerrada. Cientos de refugiados quieren cruzar. Un guardia fronterizo, así lo cuenta Carlos de Habsburgo, reconoce a la exemperatriz y la deja pasar. «Y entonces él le pregunta quiénes la acompañan para dejarlos cruzar, y la abuela dice: 'Todos estos'». Habsburgo señala con el brazo hacia el infinito, como si hubiera una cola de kilómetros de personas ante un paso fronterizo en los Pirineos.
La historia legal es compleja. Con el fin del Imperio austro-húngaro, en 1918, toda propiedad de los Habsburgo en territorio austriaco fue declarada propiedad del Estado. Luego, tras la anexión de Austria por la Alemania nazi en 1938, Berlín la reclamó para sí. Después de la Segunda Guerra Mundial, la República de Austria retomó las reclamaciones sobre el patrimonio de los Habsburgo. Para protegerse,... Leer más
¿Y las joyas y el diamante gigante permanecen con ella? No lo sabe, dice Carlos de Habsburgo. En 1940, Zita se traslada a Canadá, a Sillery, entonces un suburbio de la ciudad de Quebec.
Carlos de Habsburgo tenía 28 años cuando Zita murió. En la cripta de los Capuchinos, donde yacen enterrados los Habsburgo, él mismo se encargó de que su ataúd estuviera sobre un pedestal, más alto que otras altezas allí enterradas.
El reputado joyero Christoph Köchert proviene de una familia dedicada durante generaciones a la joyería. Por encargo de los Habsburgo viajó recientemente a Canadá para determinar si los objetos en la caja fuerte eran realmente los que habían estado desaparecidos. «Fue un momento sublime –dice Köchert al recordarlo–, uno de esos que se viven solo una vez en la vida». De hecho, algunas de las piezas las fabricaron o trabajaron sus propios antepasados. Muestra la foto de un reloj incorporado en una gran esmeralda en forma de pera con otra esmeralda como tapa, tallada finísimamente.
María Teresa se lo regaló a la futura reina francesa, su hija María Antonieta, que terminaría bajo la guillotina. También hay un lazo de rubíes, esmeraldas y diamantes en los colores nacionales húngaros que perteneció a Sissi. Y está el Florentino, aquel gran diamante amarillo de 137 quilates. «Rara vez se ve una piedra tan perfecta», dice Köchert. Es particularmente pura, el color recuerda «a un buen whisky escocés. Es uno de los diamantes más conocidos del mundo. La historia, la artesanía... Es abrumador».
El diamante y las quince piezas adicionales de la caja fuerte son auténticos. Köchert no tiene ninguna duda, lo ha puesto por escrito en dos peritajes. Pero ¿qué debe hacerse con ellos en el futuro?
Carlos de Habsburgo dice que las joyas deberían exhibirse, aunque de momento no en Austria, sino en Canadá. «Nosotros, como familia, queremos mostrar que estamos muy agradecidos a Canadá porque nuestra abuela encontró protección allí», afirma.
Lo que no dice es que existe la preocupación entre los Habsburgo de que la República de Austria pueda reclamar las joyas familiares escondidas durante más de cien años.
El valor de una joya solo se conoce cuando se vende, explica el joyero Köchert. Antes de que Köchert volara a Canadá para ver el Florentino y las otras joyas, elaboraron en su tienda una lista basada en un catálogo de la Cámara del Tesoro de 1918. Algunos de los objetos de la lista no están entre las joyas que se guardan en la caja fuerte en Canadá. Faltan, entre otras cosas, la corona de diamantes de Sissi. En Wikipedia se afirma que fue vista una vez más después de 1921. En 1925, el consejero imperial Bruno Steiner la habría «llevado ebrio durante un banquete».
¿Es cierto eso? ¿Y la corona fue desmontada después en piezas individuales y vendida? ¿O existe todavía otro tesoro de los Habsburgo oculto? «No se sabe», cuenta el joyero Köchert.
Carlos de Habsburgo-Lorena dice que él tampoco lo sabe. De verdad que no...