
Ingres y la anatomía imposible
Ingres y la anatomía imposible
La vanguardia se esconde a veces detrás de la tradición más férrea. Considerado el padre del neoclasicismo, Jean-Auguste-Dominique Ingres (1780-1867) terminó creando algunas de las imágenes más modernas de su tiempo. De hecho, sus desnudos perfectos y su línea implacable resuenan todavía en el arte contemporáneo.
La modernidad de Ingres reside en su proceso creativo, tan meticuloso como perturbador: construía cuerpos perfectos ensamblando fragmentos idealizados. Su método consistía en imaginar el desnudo ideal a través de centenares de estudios parciales: un hombro, una espalda, una nuca... Con esta técnica, precursora del collage moderno, construía imágenes complejas e irreales de una perfección absoluta. La gran odalisca (1819) representa la culminación de este proceso. Esta obra, con su anatomía deliberadamente distorsionada, se ha convertido en una de las pinturas más reinterpretadas del arte contemporáneo. Ningún artista había sido tan radical en su lenguaje pictórico. De hecho, aunque se habla de Manet como padre de la modernidad, Ingres ya había abierto camino décadas antes, fragmentando y reconstruyendo la realidad con una audacia que anticipaba las vanguardias del siglo XX.
Jean-Auguste-Dominique Ingres nació hace 245 años en Montauban (Francia), hijo de un modesto escultor y pintor decorativo. Su madre quería que fuera músico, y durante toda su vida tocó con maestría el violín. De hecho, decía que la música le enseñó tanto como la pintura, porque en el fondo todo era armonía, ritmo, línea.
Ya desde niño se volcó casi por completo en su formación artística, lo que marcó un carácter introspectivo y solitario que lo acompañaría toda su vida.
Muy joven se trasladó a París para perfeccionar su formación en el taller del gran maestro Jacques-Louis David, líder del neoclasicismo francés. A pesar de compartir con el maestro su admiración por la antigüedad clásica, Ingres nunca terminó de encajar en los círculos artísticos de la capital por su estilo poco influenciado por las modas y su enfoque muy particular de la figura humana y la composición.
En 1801, con apenas 21 años, ganó el Premio de Roma, el galardón más codiciado por los jóvenes artistas franceses. El premio le daba derecho a una estancia de varios años en la Villa Médici de Roma. Allí vivió largas temporadas en la pobreza, casi olvidado por Francia, ganándose la vida con pequeños retratos a lápiz de viajeros y turistas.
Ingres fue un hombre de obsesiones: obsesión por la línea perfecta, por los maestros del Renacimiento, por el control. También lo fue en su vida íntima. Se casó con Madeleine Chapelle, una modista de 23 años. Se amaron profundamente y, cuando ella murió en 1849, Ingres cayó en una depresión oscura que lo dejó casi paralizado durante meses. Tenía 69 años y sintió que el mundo se desmoronaba.
Pero se volvió a levantar. Dos años después se casó con Delphine Ramel, 23 años menor, sobrina del embajador de Francia en Roma. Delphine lo acompañó hasta su muerte. Ingres nunca tuvo hijos, pero trató a sus discípulos casi como si lo fueran: los formaba con una mezcla de dureza y devoción, exigiéndoles fidelidad al ideal clásico.
A pesar de su rigor estético, era conocido por su carácter vulnerable, susceptible y por sentirse perseguido por la crítica. Cuando la prensa lo atacaba –algo frecuente–, sufría ataques de cólera. Era famoso por romper dibujos, destruir bocetos, encerrarse días en su estudio. Tenía miedo a envejecer, miedo a ser olvidado, miedo a no haber sido entendido.
Ingres no solo fue el guardián del ideal clásico en el lienzo: lo fue en su corazón, en su matrimonio, en sus dolores, en sus miedos. Vivió como pintó: buscando la perfección imposible. Para Ingres, la verdad del arte no residía en imitar la naturaleza, sino en superarla a través de la imaginación cultivada. Ingres se convirtió en un tirano a la hora de retratar a damas y caballeros de la burguesía; un dictador del gusto, pues acababa rediseñando los trajes de las damas que retrataba o rechazaba pintarlas por no entrar dentro de su canon de perfección y no considerarlas perfeccionables con su técnica.
Desgraciadamente, su obra no está presente en las colecciones públicas españolas, solamente se puede ver un cuadro de historia en la colección del Duque de Alba expuesto en el Palacio de Liria, ‘Felipe V imponiendo el Toisón de Oro al mariscal de Berwick’. El resto son dibujos, dos en la Casa de Alba, uno de ellos, una bella escena amorosa procedente de Eugenia de... Leer más
Es imposible hablar de Ingres, sin mencionar a Delacroix, el más alejado de su práctica porque buscaba exactamente lo contrario. Ambos personificaron un momento muy emblemático de la historia del arte de la primera mitad del siglo XIX, la batalla entre el neoclasicismo y el romanticismo, o la de los amantes de las líneas del diseño ingrescos y los del color de Delacroix. Los seguidores de Ingres son muchos y llegan a nuestros días. El más claro ejemplo fue Picasso, que descubrió El baño turco en el Salón de París de 1905 y tuvo una revelación al verlo. Dos años más tarde nació Las señoritas de Aviñón.
Al igual que Picasso, todos los artistas modernos se reconocen en las imágenes ingrescas. Lo copian, lo estudian y es uno de los hilos conductores de la modernidad. Ese camino de la perfección de Ingres estaba muy por encima del resto de los artistas de su tiempo. Quizá de los de hoy también. Ingres ya convivía en su época con la fotografía, y es la estadounidense Cindy Sherman otro ejemplo de la pervivencia de Ingres en el arte de hoy, al fotografiarse como el retrato de Ingres Madame Moitessier, de la National Gallery de Londres.
Ingres murió a los 87 años de una pulmonía, siendo un artista muy importante y reconocido. Al parecer murió por ser cortés, ya que fue a acompañar a una señora a la puerta de su coche y cogió una pulmonía mortal. Murió como un artista venerado pero atormentado por la sensación de que el arte iba por un camino que él no compartía. Se decía que su última palabra fue el nombre de Rafael.