
Viernes, 29 de Agosto 2025, 09:56h
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Parece más el taller de un carpintero que un quirófano convencional. Sobre la mesa, un martillo quirúrgico y un objeto que cualquiera confundiría con un picahielos. Es enero de 1946 en Washington y Walter Freeman, un hombre de 51 años con barba de chivo y labia de vendedor, está a punto de realizar en el sótano del hospital St. Elizabeths su demostración favorita. «Caballeros –dice dirigiéndose a una audiencia de médicos–, lo que van a presenciar revolucionará el tratamiento de las enfermedades mentales». Levanta el instrumento metálico con aire teatral. «Una lobotomía transorbital completa en menos de diez minutos, sin bisturí y sin anestesia general».