
Miércoles, 16 de Abril 2025, 14:07h
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Berlín, finales de los años veinte. En una acogedora casa a orillas del lago Wannsee, en Alemania, un grupo de científicos celebra una de las famosas noches de salchichas vienesas organizadas por el físico austriaco Erwin Schrödinger. Cerveza en mano, dos hombres conversan sobre el universo subatómico: Albert Einstein y el anfitrión. Algo no les cuadra... Einstein, ya famoso, se muestra incrédulo ante algunas implicaciones de la nueva física, la incipiente mecánica cuántica: «Dios no juega a los dados con el universo», repite. Schrödinger le da la razón, aunque su revolucionaria ecuación de 1926 es el cubilete donde se agitan esos dados. Pero le molesta la visión dominante de la teoría que él mismo ha ayudado a crear: la interpretación de Copenhague, bautizada así por la ciudad donde Niels Bohr fundó su Instituto de Física Teórica. Según esta interpretación, una partícula existe en un limbo de posibilidades simultáneas –llamado 'superposición'– hasta que la medimos, momento en que colapsa a un único estado definido. Para Schrödinger, esta idea no solo es disparatada, es una capitulación intelectual, una renuncia cobarde a describir la realidad objetiva del mundo físico. Su indignación dará lugar, pocos años más tarde, al experimento mental más famoso de la historia: el gato de Schrödinger.
Para 1935, el panorama es deprimente. Einstein está exiliado en Princeton tras llegar Hitler al poder. Schrödinger ha huido a Oxford. Desde la distancia, retoman por carta su relación. Y es en este intercambio donde nace el célebre gato. La paradoja es conocida: un gato está encerrado en una caja opaca con un mecanismo mortal consistente en un frasco de ácido prúsico (un veneno letal) que se romperá si se desintegra un átomo radiactivo. Como la desintegración es un fenómeno aleatorio con un 50 por ciento de probabilidad, hasta que alguien abra la caja y observe el sistema, el átomo estaría simultáneamente desintegrado y no desintegrado y, por tanto, el gato existiría en un estado imposible: vivo y muerto. Pero lo que Schrödinger pretendía no era explicar la mecánica cuántica, sino ironizar sobre sus consecuencias, contrarias al sentido común. Para entender su desazón, hay que detenerse en dos ideas perturbadoras que defendían Bohr y sus colegas.
Primero, que en el mundo subatómico la simple observación afecta a la realidad. Para Schrödinger, esto era como decir que la Luna solo existe cuando la miramos. Segundo, y aún más desconcertante, el entrelazamiento: dos partículas que han interactuado quedan conectadas, de modo que lo que le ocurre a una afecta instantáneamente a la otra, incluso si están separadas por galaxias enteras. Esto parecía violar la teoría de la relatividad de Einstein, que establece que nada puede viajar más rápido que la luz. Si dos partículas están separadas por miles de años luz, ¿cómo puede una 'saber' al instante lo que le ha ocurrido a la otra? Mmm...
Que las matemáticas funcionaran no significaba, para Einstein, que describieran correctamente la realidad. Por otro lado, que Schrödinger eligiera el ácido prúsico como veneno para su gato pone los pelos de punta... Es el mismo que los nazis usaron en sus cámaras de gas. Ese gato no era solo una crítica científica: era el reflejo de un mundo suspendido entre el progreso y la barbarie. ¿Pero cómo se pasó de una física basada en certezas newtonianas a un mundo impredecible
Durante siglos, los científicos habían debatido sobre la naturaleza de la luz. ¿Qué es? ¿De qué está hecha? A finales del siglo XIX, el escocés Maxwell zanjó la cuestión: la luz era una onda electromagnética... y punto. Pero entonces aparece en escena un físico alemán con bigote de galán de cine mudo: Max Planck. Corría el año 1900 y Planck estaba cabreado. Había un problema con el color de los objetos incandescentes. Cuando calientas un hierro en una fragua, primero se pone rojo, luego naranja y al final blanco brillante. Eso ya lo sabían todos. Pero los científicos no entendían por qué cambiaba de color ni cuánta luz soltaba ese hierro tan caliente. Las fórmulas de la época decían que, si calentabas algo muchísimo, debería soltar luz infinita, como si explotara en rayos X o rayos gamma. ¡Una estufa normal debería freírnos vivos! Eso era tan absurdo que lo llamaron 'la catástrofe ultravioleta'. En un acto que él mismo calificó de «desesperación», Planck probó un truco: pongamos que la energía no fluye de manera continua, sino en pequeños paquetes, que llamó 'cuantos'. Era como decir que puedes tener monedas de 1 o 2 euros, pero nunca de 1,5 euros. La naturaleza, en su escala más pequeña, parecía contar con números enteros. ¡Funcionó! Aunque Planck no estaba contento. Incluso después de ganar el Nobel, siguió buscando una manera de reconciliar su descubrimiento con la física clásica. Murió sin conseguirlo y sintiéndose culpable.
Pero el genio ya estaba fuera de la botella. En 1905, un joven oficinista llamado Albert Einstein tomó la idea de Planck y la llevó más lejos: demostró que la luz no solo se propaga como una onda (como las olas del mar), sino también como balas de fusil. Esta 'dualidad onda-partícula' era como descubrir que algo puede ser al mismo tiempo un líquido y un sólido. Y Einstein no se detuvo ahí: sugirió que, si la luz podía ser ambas cosas, quizá la materia también lo era. Los electrones, los átomos, una pelota de tenis, ¡todo! El sentido común acababa de recibir el golpe de gracia.
Pero quedaba el último bombazo. El físico Werner Heisenberg se encontraba en Helgoland, una pequeña isla del mar del Norte, con un terrible ataque de fiebre del heno. Entre estornudos, desarrolló su mecánica matricial, una formulación matemática basada en tablas de números (matrices) que describía el comportamiento de los electrones sin necesidad de visualizarlos. Su descubrimiento más impactante fue el principio de incertidumbre: no es que nuestros instrumentos sean imperfectos, es que la realidad misma, en su escala más pequeña, tiene límites intrínsecos de precisión. «La naturaleza es así. Nos guste o no», diría más tarde. ¿Así, cómo? Incierta. Si cazas un electrón y sabes dónde está, no puedes medir su velocidad; y si conoces su velocidad exacta, no sabes dónde demonios se ha metido. No es un error de medición: es como si el universo rehusara revelar toda la verdad...
Mientras tanto, Schrödinger disfrutaba de unas románticas vacaciones en los Alpes suizos con una de sus amantes. Allí concibió su ecuación de onda, tan elegante y visual... Una ecuación matemáticamente impecable que describía los electrones como 'nubes' de probabilidad suspendidas alrededor del núcleo del átomo. El problema para Schrödinger no era la ecuación en sí –que funcionaba–, sino sus implicaciones filosóficas casi de ciencia ficción: partículas que están en varios lugares a la vez, información compartida al instante a distancias infinitas... «Si vamos a seguir con estos malditos saltos cuánticos, lamento haber tenido algo que ver con la mecánica cuántica», confesaría. Y, cuando vio por primera vez las matrices de Heisenberg, exclamó: «¡Todo este maldito álgebra es repelente!».
La sorpresa fue que ambos, Heisenberg y Schrödinger, habían acertado. Los métodos eran diferentes, pero los resultados coincidían. En el fondo, la batalla no era solo conceptual; era también generacional. Como resumió Planck: «La ciencia avanza de funeral tras funeral». Los físicos más veteranos –Einstein tenía 46 años; Planck, 67; y el propio Schrödinger, 38, cuando surgió la mecánica cuántica– se sentían abrumados por la nueva física. Mientras tanto, Heisenberg y otros veinteañeros abrazaban con entusiasmo juvenil una teoría que rompía con todo lo anterior.
Las espadas estaban en alto cuando, en 1927, la élite de la física mundial se reunió en Bruselas para el quinto Congreso Solvay. Aquello no acabó a puñetazos porque los físicos se retan con la mente. En un rincón, el danés Niels Bohr, con aire místico, defendía la interpretación de Copenhague: las partículas existen en estados indeterminados hasta que las observamos. ¿Y qué? ¿Algún problema? En el otro, Einstein intentaba desmontarla, sin éxito. Y, en medio, todos los grandes, incluyendo a Paul Dirac, cuya ecuación relativista predijo el positrón (un electrón con carga positiva que confirmó la existencia de la antimateria, complicando aún más las cosas...); y Max Born, quien transformó la función de onda en una herramienta para calcular probabilidades, sentando las bases para tecnologías que hoy damos por sentadas como los chips o los lectores de códigos de barras.
Durante décadas, la interpretación de Copenhague ha dominado la física, más por consenso pragmático que por convicción. ¿Que no eres capaz de imaginar la realidad subatómica? «Cállate y calcula» es el lema, popularizado por el físico teórico estadounidense Feynman. Pero el gato de Schrödinger seguía maullando desde su limbo cuántico, recordando a todos que algo estaba sin resolver...
Fue el irlandés John Bell quien, en 1964, encontró la manera de zanjar el debate. Con sus 'desigualdades', Bell planteó una disyuntiva: o bien el universo es 'local' (lo que significa que ninguna información puede viajar más rápido que la luz) o bien es 'no-local' (permitiendo que partículas separadas por distancias cósmicas puedan influirse al instante). No fue hasta los años ochenta cuando Alain Aspect y su equipo, con la tecnología ya disponible, realizaron los experimentos. Los resultados fueron contundentes: el universo es 'no-local'. Las partículas se entrelazan aunque estén en el quinto pino. Y el lindo gatito puede estar vivo y muerto a la vez. Einstein y Schrödinger se revolverían en sus tumbas: aquella 'acción fantasmal a distancia' que tanto repudiaban es una ley del universo que conocemos. Y como dijo Bohr: «Si no estás mareado, es que no has entendido nada».