
Martes, 29 de Abril 2025, 18:06h
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Donald Trump no puede distinguir entre su propio interés personal y el interés nacional, si es que entiende siquiera qué es el interés nacional», afirma John Bolton, que fue asesor de seguridad nacional del ahora presidente durante su primer mandato. Bolton, conocido belicista y reconocible por su bigote y sus excentriciades, aguantó 17 meses en el gobierno de Trump y ahora, tras iniciar su segundo mandado, lo califica como «un peligro para el mundo».
Trump ha dejado claro que no conoce distinción entre lo público y lo privado (celebra cenas en su residencia privada de Mar-a-Lago en las que los asistentes pagan millones de dólares); entre lo legal y lo ilegal (extradita inmigrantes a terceros países incluso en contra de una orden judicial); entre lo formal y lo informal («esos países me llaman para besarme el culo», dice), entre lo nacional y lo personal (lo mismo presenta a sus amigos que se han enriquecido en Bolsa especulando con sus anuncios de aranceles 'de quita y pon' que firma por decreto un incremento de la presión del agua en todo el país «para cuidar mi hermoso pelo»).
Es tan desquiciante que resulta inevitable preguntarse ya no cuál es su plan, sino si hay alguno. Algunos politólogos advierten de su intención y la de su entorno de acabar con la democracia y provocar un cambio de régimen. Pero ¿qué régimen? Jonathan Rauch, analista de la Universidad de Yale, apuesta por un concepto tan innovador como antiguo: el patrimonialismo. Lo que Trump aspira a imponer, explica, no es el autoritarismo clásico ni la autocracia ni la monarquía imperial. Lo que pretende es una forma de gobierno que han rescatado los profesores y politólogos Stephen E. Hansony y Jeffrey S. Kopstein en su libro El asalto al Estado y que fue enunciado por el sociólogo alemán Max Weber a principios del XX.
¿Y qué es el patrimonialismo? Pues una forma de gobierno en la que «el Estado es poco más que la extensa 'casa' del gobernante; no existe como entidad separada», explican Hansony y Kopstein. En ese régimen, propio de la Edad Media, los gobernantes afirman ser el padre simbólico del pueblo: la personificación y el protector del Estado.
El patrimonialismo se distingue por gestionar el Estado como si fuera propiedad personal o negocio familiar del líder. Se basa en la lealtad al líder (no a la nación) y en recompensar a los amigos y castigar a los enemigos (reales o percibidos) y se encuentra no solo en los estados, sino también entre tribus, pandillas y organizaciones criminales. El patrimonialismo, explican los analistas, no se define por oposición a la democracia –que puede asumir– sino por oposición a la burocracia.
El «procedimentalismo burocrático», unas instituciones que siguen reglas y normas y las gestiona personal cualificado, explicaba Weber, es lo que da legitimidad a los líderes que pretenden ser justos. Ese sería el sistema democrático hasta ahora: los altos funcionarios y los militares juran lealtad a la Constitución, no al presidente, a una persona.
Es cierto que el autoritarismo clásico —la Alemania nazi o la Unión Soviética— también se sustenta operativamente en las burocracias pero entendidas como estructuras obedientes (policía secreta, unidades militares...) no como instituciones cualificadas en los asuntos de los que se ocupan.
La burocracia ha podido caer en el descrédito por 'hipertrofia', por la ralentización que conlleva de los procesos y por los 'privilegios' de un funcionariado que tiene asegurado su puesto de trabajo de por vida, pero la razón de que eso sea así, en origen, era garantizar la legalidad de todo lo procesado y contribuir a la estabilidad de Estado, asegurando la continuidad de esa 'columna vertebral', cualquiera que fuese el gobernante en un proceso democrático. Es decir, evitar que cada mandatario despiediese a todos el personal anterior para colocar a 'los suyos' cada cuatro años, lo que conllevaría el caos en la organización del Estado.
El patrimonialismo, por su parte, busca eliminar los procedimientos burocráticos, porque sospecha que los burócratas, con conocimiento y experiencia, 'autoridades en la materia', reclamarán independencia y, en consecuencia, pueden adquirir un poder propio. Nadie puede cuestionar o debilitar el poder absoluto del líder patrimonialista.
Weber, a principios del siglo XX, daba por finiquitado el patrimonialismo, pero lo cierto es que en los últimos años ha experimentado un 'renacer'. Su principal exponente contemporáneo es Vladímir Putin, que dirige el Estado ruso como si fuese un negocio personal. Bill Browder, el inversor millonario norteamericano que logró que Europa y Estados Unidos aprobasen una ley que permite congelar los bienes de los oligarcas rusos en Occidente, lo tiene claro: «Putin es la persona más rica de Rusia. Los oligarcas son sus testaferros».
Además, Putin ha usado sus poderes, la propaganda y otras formas de influencia, para difundir ese modelo en el extranjero, que ha ganado terreno en Hungría, con Viktor Orbán, Turquía, con Recep Tayyip Erdogan e India, con Narendra Modi.
Gradualmente esos estados se han coordinado en algo que la historiadora Anne Applebaum, autora de Autocracia S.A., define como «un sindicato de familias mafiosas». Browder lo explica de otra manera: «No entendemos la naturaleza medieval de Rusia. No se puede ser la persona más poderosa de Rusia y no ser la persona más brutal y más rica de Rusia. Para ser el zar, no puedes estar subordinado a nadie». Y es que en los regímenes patrimonialistas lo único que importa es el poder.
En este sentido, el columnista de The New York Times y The Atlantic David Brooks, republicano y conservador, según su propia definición, aporta un interesante punto de vista, después de confesar su «angustia y verguenza» por la gestión de Donald Trump.
Brooks quiere enfatizar la distinción, a la derecha del espectro político, entre conservadores y reaccionarios; los primeros son los guardianes y promotores de una determinada ideología y los segundos, simplemente buscan golpear a la izquierda y lograr el poder, al margen de cualquier ideología. Solo les interesa el poder. Admite Brooks que lo «patético» es que él no vio venir que se acabarían imponiendo estos últimos; menos aún, que se impondría el líder más patológicamente narcisista.
Brooks, para explicarlo, recurre a George Orwell y su 1984. ¿Cómo se demuestra el poder? «Haciendo sufrir a otros, porque a menos que alguien sufra, ¿cómo sabes que sigue tu voluntad y no la suya?»
«Infligir dolor y humillación», sería el objetivo de los reaccionarios, resume Brooks, a partir de la novela de Orwell.
La siguiente cuestión es cómo lograr que la gente acepte ese dolor y esa humillación. La respuesta inmediata es: por la fuerza. El terror es un elemento impresdincible de cualquier régimen autoritario. Pero, si se quiere mantener la apariencia de una democracia, la estrategia puede ser más sutil.
De hecho, es la estrategia de las sectas, basada en el principio de 'cuanto mayor el sacrificio, mayor la fe'. Las sectas aplican a sus seguidores la fórmula según la cual no es la fe, o la creencia en algo o alguien, lo que los lleva a entregarles su vida y sus bienes, sino al revés: es el hecho de que cometan un sacrificio irracional en un primer momento –desde sacrificar a su primogénito hasta entregar todos sus bienes o someterse a vejaciones sexuales– lo que logrará que no sean ya después capaces de enfrentarse a ese despropósito, siguiendo a los líderes sectarios para siempre.
Pues bien, Trump no ha dudado en imponer ese régimen de 'dolor y humillación' nada más comenzar su mandato, empezando por sus adeptos. Los despidos masivos en la Administración afectan a no pocos de sus votantes, lo mismo que la deportación de inmigrantes y, sobre todo, los recortes sanitarios, desde rechazar vacunas contra el sarampión hasta quitar el flúor del agua corriente en estados como Utah y Florida. La teoría es que una vez que la decisión de sus votantes tenga consecuencias letales e irreversibles, será aun más difícil que reconozcan su error. Se rafiticarán en que Trump «sabe lo que hace» porque, de alguna manera, tiene 'superpoderes'. Como el líder de cualquier secta.
El otro principio fundamental es la humillación ritualizada. Un caso 'paradigmático' es el de Marco Rubio, el secretario de Estado, y la nueva postura de Estados Unidos ante la guerra de Ucrania.
«Una mañana de finales de febrero —explica el escritor y periodista de The New Yorker George Packer— los republicanos en Washington saludaron al presidente ucraniano, Volodímir Zelenski, como un héroe por seguir resistiendo la agresión rusa. Por la tarde, tras la reunión de Zelenski en el Despacho Oval con Trump y el vicepresidente J.D. Vance, el líder ucraniano era un belicista desagradecido, problemático y mal vestido que, si bien no había iniciado el conflicto con Rusia, era el único obstáculo para ponerle fin».
Tras la reunión, el secretario de Estado, Marco Rubio, que se había hecho un nombre defendiendo a la democrática Ucrania frente al autoritarismo ruso, fue enviado ante las cámaras «no para explicar una nueva política, sino para fingir que nada había cambiado». Declaró que Zelenski debía acatar las órdenes de Trump y capitular ante Rusia; de lo contrario, debería dimitir.
«A todo político se le exige hablar como un robot en algún momento; pero se requiere un talento especial para traicionar toda una cosmovisión sin perder el ritmo», escribe Packer, que recuerda también escenas del 1984 de Orwell para explicar lo sucedido. «Rubio permaneció en silencio durante toda la escena escandalosa en el Despacho Oval, mientras sus principios se le escapaban casi visiblemente del cuerpo, hundiéndolo aún más en el sofá amarillo. Debió de sufrir más que otros las contorsiones internas que exigía la nueva línea del partido; estaban escritas en su rostro desdichado».
Pero el método aplicado por Trump a Rubio es conocido: cuando un líder exige a sus subordinados que digan lo que saben que no es cierto es una prueba de lealtad y una demostración de dominio. «A medida que se vuelven más mecánicos, olvidan que alguna vez tuvieron una idea diferente, o incluso alguna idea —sentencia Packer—. Solo Trump puede decir lo que piensa».
¿Qué puede hacer caer al patrimonialismo?
Los politólogos coinciden en dos puntos débiles: la incompetencia y la corrupción.
Los regímenes patrimoniales son «pésimos a la hora gestionar cualquier problema complejo de la gobernanza moderna», escriben Hanson y Kopstein. Algunos ejemplos de incompetencia ya ha dado la administración Trump: el despido de funcionarios encargados de la protección de las armas nucleares y el recorte indiscriminado de personal y medios para la prevención de la gripe aviar, por no hablar de los secretos militares que el secretario de Defensa se empeña en compartir en redes sociales.
El republicano Brooks, por su parte, confía en que sea la ineficacia económica la que tumbe a Trump. El presidente cometerá errores, escribe, porque la ineficacia es consustancial a ese 'nihilismo' del actual presidente. «Es patológicamente autodestructivo», concluye.
El otro talón de Aquiles es que el patrimonialismo es corrupto por definición, porque su razón de ser es explotar al Estado para obtener beneficios políticos y económicos personales. Supuestamente, la denuncia de la corrupción debería ser un arma eficaz para combatir el patrimonialismo, porque apela a algo que el público comprende y no es abstracto —como hablar del 'Estado de derecho'—, pero lo cierto es que hemos llegado a un punto en que ese tipo de acusaciones no parece que hagan mella en Donald Trump. Hace muchos años que se lo acusa de corrupto, e incluso ha sido condenado por 34 delitos graves de falsificación de registros comerciales, sin que nada de eso haya afectado en lo más mínimo a sus votantes.
Quienes confían en que esa corrupción lo acabe menoscabando se apoyan en la oposición de Alexei Navalni a Putin, la única que llegó a inquietar al presidente ruso. Navalni encabezó una cruzada incesante contra el presidente ruso denunciando su corrupción en lugar de reivindicar 'principios democráticos' que a muchos rusos les suenan ajenos y miran con escepticismo. Navalni se convirtió en un peligro para Putin, es verdad, pero ya sabemos como acabó: muerto en una prisión del Ártico.