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Tú podrías ser un torturador (aunque no lo creas). Diez pasos para no caer en el lado oscuro

'El efecto Lucifer'

Tú podrías ser un torturador (aunque no lo creas). Diez pasos para no caer en el lado oscuro

Cuando se cumplen diez años del cierre de Abu Ghraib, la cárcel iraquí en la que varios soldados norteamericanos perpetraron todo tipo de torturas a los presos de guerra,  repasamos el revelador estudio del afamado catedrático de psicología Philip Zimbardo, que concluyó en que cualquiera puede ser un torturador. Cualquiera. También tú. ¿Crees que no? Sigue leyendo. Todo comienza con un juego ‘inofensivo’ entre 24 alumnos de la Universidad de Stanford...

Miércoles, 24 de Enero 2024

Tiempo de lectura: 9 min

Hace ya casi 20 años, millones de espectadores contemplaban con horror las imágenes de los abusos en la cárcel de Abu Ghraib, en Iraq, revelados en abril de 2004 por un canal de noticias estadounidense. Entre aquellos millones de televidentes, se encontraba el catedrático estadounidense de psicología Philip Zimbardo, hoy de 90 años. Sintió rechazo, repulsa, pero poca sorpresa. Las fotografías de los presos –sometidos a todo tipo de abusos y vejaciones– le eran familiares; hacía más de 30 años que él mismo había llevado a cabo un revelador experimento sobre la tortura en la Universidad de Stanford.

En 1971, Zimbardo creó una cárcel ficticia en los sótanos del centro. Su objetivo: estudiar el comportamiento de un grupo de 24 voluntarios universitarios; 12 harían de carceleros y 12, de presos. El reparto de roles fue completamente azaroso, pero la selección de los participantes, escrupulosa: buscaban jóvenes ‘normales’. Nada de antecedentes de agresión ni comportamientos sociópatas.

Publicó un aviso ofreciendo 15 dólares diarios a los voluntarios que aceptasen pasar dos semanas en una prisión falsa. El experimento estaba financiado por el Gobierno de Estados Unidos, que buscaba comprender las causas de los conflictos en los recintos penitenciarios. Zimbardo seleccionó a 24 estudiantes, la mayoría blancos y de clase media. Luego los dejó regresar a sus casas.

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El creador de la cárcel ficticia. Philip Zimbardo, en 1974, durante su experimento en la Universidad de Stanford.

Desde el inicio, el experimento garantizó una verosimilitud brutal: auténticos agentes de policía que participaron del proyecto, se apersonaron en las viviendas de los 'prisioneros' y los arrestaron, acusándolos de robo. Los sacaron de sus domicilios esposados y los trasladaron a una dependencia policía. Allí se los fichó y se les abrió un prontuario. Después, con los ojos vendados, fueron trasladados hasta una ficticia prisión provincial, de aspecto muy real, preparada en los bajos del Departamento de Psicología de Stanford.

Allí se desnudó, inspeccionó, despiojó y desinfectó a los voluntarios y se les asignó un uniforme con un número, unas sandalias y una gorra de nylon. Quienes interpretaban a los guardias les colocaron, además, una pesada cadena con grilletes. A las 24 horas de comenzar el experimento –que ha pasado a formar parte de los manuales universitarios de psicología social– aparecieron los primeros abusos por parte de los ‘carceleros’, especialmente de violencia psicológica, ya que habían sido claramente prevenidos de que no cabía la menor posibilidad de maltrato físico.

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Una experiencia muy vívida. Los voluntarios que interpretaron el rol de prisioneros en el experimento de Zimbardo fueron arrestados en sus propios domicilios y luego trasladados, con los ojos vendados, hasta la prisión preparada en los bajos del Departamento de Psicología de Stanford.

Los carceleros evitaban llamar a los prisioneros por su nombre —aludían a ellos por los números de sus uniformes—; los confinaban desnudos en solitario, dejándolos dormir sobre el suelo y despertándolos en cuanto lograban conciliar el sueño; los obligaban a realizar abdominales, flexiones y otros ejercicios de resistencia física; les ponían bolsas de papel sobre sus cabezas y los obligaban a orinar y defecar en baldes.

«La mente humana nos da el potencial para el bien y el mal. Yo mismo, durante el experimento, llegué a ser indiferente al sufrimiento», asegura el científico

Muy pronto habían olvidado que aquello era un juego. El experimento tenía una duración prevista de dos semanas, pero se suspendió a los seis días para salvaguardar la integridad física y mental de los participantes, varios de los cuales empezaron a mostrar desórdenes emocionales. No obstante, sólo unos pocos pidieron abandonar el proyecto. No sólo hubo abusos de autoridad, sino también malos tratos, agresiones físicas (pese a su prohibición) y crisis de ansiedad. Todo fue mucho más allá de lo que el propio Zimbardo había previsto y deseado.

Había puesto en marcha la prueba y, aunque lo veía todo, tardó mucho en detenerla. ¿Arrepentido? «Nunca ves el mal cuando estás en la situación», explica hoy. «Es fácil justificar muchas cosas en un lugar y un momento determinados, donde tus pautas morales se difuminan. Yo mismo me convertí en el ‘superintendente’ de la prisión y llegué a ser indiferente al sufrimiento», confiesa.

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Carceleros muy 'convincentes'. A las 24 horas de iniciado el experimento, los carceleros ya se sintieron 'cómodos' en su papel: confinaban a los prisioneros, desnudos y en solitario, despertándolos en cuanto lograban conciliar el sueño; les ponían bolsas de papel sobre sus cabezas y los obligaban a orinar y defecar en baldes.

Y este es, precisamente, el núcleo duro de su teoría: todos llevamos un potencial torturador en nuestro interior. Y es relativamente sencillo que salga a la luz. Así lo explica él: «La mente humana nos da el potencial para el bien y el mal; podemos ser santos o pecadores, atentos o indiferentes. Que ese potencial salga a la luz no sólo depende de nosotros, sino de las situaciones en las que nos encontremos».

Nada, pues, de ‘manzanas podridas’, como en su día dijeron Bush y los altos mandatarios del Ejército: es el propio sistema el que corre el riesgo de convertirse en un cesto echado a perder si se lo descuida. Y descuidos hubo muchos en Abu Ghraib: los responsables no visitaron el centro durante semanas, dejando a unos marines sin formación específica a cargo de la prisión y sus ‘huéspedes’; estos trabajaban, además, en turnos de 12 horas y, cuando descansaban, lo hacían en las propias celdas.

Los presos se rebelaron más de una vez y... hubo tiroteos. «Añádele a esto unas autoridades que ordenan a su Policía militar que ‘rompa’ a los prisioneros para que confiesen, y ya tienes la receta para el desastre y el abuso», concluye Zimbardo en su último libro, El efecto Lucifer, una actualización de investigaciones y estudios sobre la maldad.

Así, había ocurrido lo mismo que años atrás en la versión ficticia; un grupo de personas, sometidas a una determinada situación, había sacado el ‘diablo’ que llevaba dentro.

¿Y por qué actuamos mal? Ocho años antes que Zimbardo, el psicólogo Stanley Milgram trató de dar respuesta a esa pregunta muy concreta. Sus experimentos comenzaron en julio de 1961, tres meses después de que Adolf Eichmann, teniente coronel de las SS durante el régimen nazi, fuera juzgado y sentenciado a muerte en Jerusalén por sus crímenes en la Alemania de Hitler. Encargado de la logística de transportes del holocausto, durante el juicio Eichmann arguyó que él no era antisemita –tenía, de hecho, parientes judíos–, que él «sólo manejaba estadísticas»; eso sí, en forma de deportados hacia los campos de concentración.

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Electroshock Milgram. En julio de 1961, tres meses después de que Adolf Eichmann fuera juzgado y sentenciado a muerte en Jerusalén por sus crímenes en la Alemania nazi, el psicólogo norteamericano Stanley Milgram realizó su experimento. A diferencia del que haría ocho años más tarde Zimbardo, el suyo experimentaba con supuestos maestros que, ante errores de sus ficticios alumnos, debían corregirlos con descargas eléctricas.

Sus últimas palabras, minutos antes de morir ahorcado, condenado por crímenes contra la humanidad, fueron: «Tuve que obedecer las reglas de la guerra y de mi bandera. Estoy listo».

Para ver hasta dónde estamos dispuestos a llegar por obediencia, Milgram reunió a un grupo de personas, heterogéneo en cuanto a edad y clase social, para un experimento «sobre memoria y aprendizaje». Los voluntarios harían unos de maestros, mientras otros —coordinados por un compinche de los investigadores— harían de alumnos.

A los primeros les dijo que estaban participando en un análisis del castigo sobre el aprendizaje y que serían los encargados de suministrar descargas eléctricas crecientes, desde 15 voltios iniciales hasta un tope de 450, ante los fallos de los alumnos, en la habitación contigua. No podían verlos, pero sí escuchar sus reacciones. Por supuesto, la máquina no emitía voltaje y los gritos de dolor de los alumnos eran grabaciones. El 65 por ciento de los participantes alcanzó el tope de las descargas eléctricas posibles. Milgram comprobó así que la mayoría de las personas parecerían dispuestas a dañar físicamente a otros antes que enfrentarse a quien encarna la autoridad y da una orden.

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«Monté un simple experimento en la Universidad de Yale para probar cuánto dolor infligiría un ciudadano corriente a otra persona simplemente porque se lo pedían para un experimento científico —explicó Stanley Milgram—. La extrema buena voluntad de los adultos de aceptar casi cualquier requerimiento ordenado por la autoridad constituye el principal descubrimiento del estudio».

Todos se detuvieron en algún punto, sí; pero ante la insistencia del investigador, todos seguían aplicando una corriente cada vez más fuerte. Y ningún participante se plantó antes de que el supuesto alumno –en realidad, un actor– mostrase ya los estertores previos al coma. La insistencia de una autoridad –el investigador– que los empujaba a continuar con frases como «el experimento requiere que usted continúe», bastó para sacar el Mr. Hyde que todos llevamos dentro; o quizá debiéramos decir el Adolf Eichmann que reside en nuestro interior.

En 2004, la revista Science publicaba el artículo Por qué la gente ordinaria tortura a los prisioneros enemigos. De nuevo, el horror de Abu Ghraib. Junto con dos doctores, Susan T. Fiske, de la Universidad de Princeton, analizó los datos de 25.000 estudios previos, con un total de ocho millones de participantes. ¿La conclusión? «Prácticamente todo el mundo puede ser agresivo si es provocado suficientemente, estresado, desorientado o irritado».

Milgram resumiñó su experimento en su artículo Los peligros de la obediencia en 1974: «Los aspectos legales y filosóficos de la obediencia son de enorme importancia, pero dicen muy poco sobre cómo la mayoría de la gente se comporta en situaciones concretas. Monté un simple experimento en la Universidad de Yale para probar cuánto dolor infligiría un ciudadano corriente a otra persona simplemente porque se lo pedían para un experimento científico. La férrea autoridad se impuso a los fuertes imperativos morales de los sujetos (participantes) de lastimar a otros y, con los gritos de las víctimas sonando en los oídos de los sujetos (participantes), la autoridad subyugaba con mayor frecuencia. La extrema buena voluntad de los adultos de aceptar casi cualquier requerimiento ordenado por la autoridad constituye el principal descubrimiento del estudio».


20 años de la revelación de torturas en Abu Ghraib

¿Por qué personas (a priori) buenas hacen cosas malas?

EL LADO OSCURO. Los niños no nacen malos, sino con plantillas mentales para hacer cosas buenas o malas dependiendo de la influencia del entorno, de los contextos de comportamiento en los que viven, juegan y trabajan.


EL 'CÍRCULO MÁGICO'. Incluso en ambientes no hostiles, los niños buenos pueden empezar a hacer cosas malas por la presión de su grupo de amigos, que establece las normas para ser aceptados en el llamado 'círculo mágico'.


EL HÉROE ACCIDENTAL. Zimbardo investiga ahora el proceso inverso a la «imaginación hostil» que detona el mal. Cree que se puede inspirar en los niños «la imaginación heroica», de forma que cuando llegue el momento en que otros opten por el mal o la indiferencia, elijan actuar por otra persona o ideal sin nada a cambio. «Crear una generación de esos héroes normales es nuestra mejor defensa contra el mal».


'Mobbing', 'bullying'...

El método Zimbardo anticrueldad


En la oficina o el colegio se pueden dar también situaciones difíciles. Estos diez pasos evitarán que uno se deslice por el lado oscuro...


1

«Me he equivocado»: Tratar de justificar los errores propios es el primer paso hacia las conductas negativas. Frases como «lo siento» permiten, en cambio, seguir adelante, y evitan disonancias cognitivas.

2

«Estoy atento»: No dudemos en dar un toque de atención a nuestra corteza cerebral: los detalles importan. Especialmente, en situaciones nuevas, que nos hacen especialmente vulnerables a influencias externas. Es momento para el pensamiento crítico.

3

«Soy responsable»: Nada de eludir la responsabilidad de nuestros actos entre los miembros de la pandilla, el batallón o la empresa. Pensemos en un ‘juicio’ posterior donde no sirven pretextos como «sólo seguía órdenes» o «todo el mundo lo hacía».

4

«Afirmaré mi identidad»: El anonimato y el secretismo encubren la maldad y debilitan los lazos con los demás. Cuidado con los estereotipos, las bromas y las etiquetas: hacen desaparecer la identidad individual.

5

«Respeto a la autoridad justa»: Atención a los pseudolíderes y falsos profetas. Hay que distinguir entre la autoridad que merece respeto y la que no. Y son los padres, los profesores y las autoridades quienes deben enseñar a diferenciar una de otra.

6

«¿Aceptado o independiente?»: Somos animales sociales: las relaciones nos benefician. Hay entornos, como la empresa o la escuela, donde la presión para actuar en equipo puede llevar a acatar normas que van contra el bien social. Para ser aceptado no hay que sobrepasar ciertos límites.

7

Atento a las formulaciones: No nos gusta tener un 40 por ciento de posibilidades de perder, pero sí un 60 de ganar. Ambas cosas significan lo mismo, pero la manera de percibirlo cambia en función de la formulación elegida. Cuidado.

8

«No pensaré sólo en el presente»: No hay que perder de vista los compromisos pasados ni el futuro. Los que ayudaron a sus vecinos judíos durante el régimen nazi lo hicieron pensando en las estructuras morales del pasado y en las consecuencias futuras de sus actos.

9

Seguridad sí, pero ¿a qué precio?: Cuidado con la fórmula de Fausto: ante una supuesta amenaza, nos podemos ver tentados a sacrificar parte de nuestra libertad –personal o civil– a cambio de seguridad. Desconfiemos de quien la ofrece.

10

«Puedo oponerme a la injusticia»: Hay distintas maneras de hacerlo: por ejemplo, retirarse físicamente de una situación donde otro controle por completo la información, la recompensa o los castigos. Si es con ayuda, mejor: pidamos a otros que se unan a la causa.