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La residencia registrada por el FBI

Así es Mar-a-lago, el Versalles de Trump

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El club privado de Donald Trump en Palm Beach, Florida, fue durante su mandato una especie de Casa Blanca alternativa. Ahora es el centro de la polémica porque el FBI ha ejecutado un registro judicial en la mansión en busca de documentos que podrían inculpar al expresidente. Entramos en el refugio de Trump.

Por Andreas Albes

Viernes, 12 de Agosto 2022, 14:57h

Tiempo de lectura: 5 min

Corren tiempos tormentosos con el FBI en el paraíso de Donald Trump. El viento agita la inmensa bandera de la entrada, hojas de palmera barren el aparcamiento, y pequeñas olas se alzan en las piscinas mientras caen las primeras gotas sobre las baldosas de terracota. «Lujo, elegancia, clase… Este lugar encarna todo lo que Trump representa», asegura Angelika Kusnesova, esposa de un oligarca ucraniano miembro del club Mar-a-Lago desde hace diez años.

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Comedor de Estado. El comedor preparado para una cena oficial cuando Trump era presidente. Cada fin de semana que pasó aquí les costó a los contribuyentes tres millones de seguridad. Se cierra el espacio aéreo en un radio de 50 kilómetros.

Desde que accedió a la presidencia, Donald Trump pasó casi la mitad de los sábados y domingos aquí, en Palm Beach (Florida). Costumbre esta que elevaba el presupuesto de seguridad del presidente en tres millones de dólares semanales.

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La sirena Melania. Melania Trump posó aquí, en marzo de 2011, con bañador y gorro de Chanel. La que fuera primera dama, según ella misma asegura, halló aquí la inspiración para crear su línea de joyería.

Mar-a-Lago es, en todo caso, mucho más que el refugio de Trump; es también un club que le reporta enormes ingresos. Se habla de más de 15 millones de dólares en 2014, aunque la cifra se habría multiplicado desde entonces ya que, poco antes de su elección, dobló la cuota de socio, hoy ya en 200.000 dólares. La demanda, aun así, es enorme. En febrero de 2019, las imágenes de la cena con el entonces primer ministro japonés (y recientemente asesinado), Shinzo Abe , dieron la vuelta al mundo. Miembros del club fotografiaron el momento en que se conoció que Corea del Norte había lanzado un misil hacia aguas japonesas. «¡Qué fuerte! —escribió en Instagram uno de ellos—. Ver a dos líderes mundiales ha sido fascinante. ¡Como estar en el centro de la acción!». Desde aquel día está prohibido hacer fotos cuando Trump visita el club.

Hasta hace unas décadas no se aceptaban judíos, negros ni homosexuales, hasta el punto de que una inmobiliaria se negó a venderle una mansión a Michael Jackson

Muchos senadores demócratas exigen que se haga pública la lista de socios, para dejar así en evidencia el amiguismo que caracteriza a Trump. Su vecino Wilbur Ross, un millonario que especula con productos financieros, era el secretario de Comercio de la Administración Bush hasta 2021. Varios socios veteranos han sido nombrados embajadores. Al concertista de piano Patrick Park le han dado la embajada de Austria; al empresario inmobiliario Brian Burns, la de Irlanda; y a Diana Ecclestone, la de Barbados.

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Vista panorámica. La propiedad de 10.000 metros cuadrados, se encuentra en una isla en el océano Atlántico. Trump ya la llama «la Casa Blanca del Sur».

El complejo fue construido en 1927 como residencia de verano para Marjorie Merriweather Post, hija de una dinastía de fabricantes de copos de cereales y una de las mujeres más acaudaladas de Estados Unidos. El resultado, de estilo español, es espectacular: 58 dormitorios, 33 cuartos de baño, coquetos torreones, pan de oro en los techos, elegantes escaleras de caracol y 12 soberbias chimeneas. Una de las habitaciones, la favorita de Marjorie Merriweather, tiene forma oval y está adornada con estampados de rosas.

A su muerte, en 1973, cedió la finca al Estado, ya que siempre soñó con que se convirtiese en algo así como la Casa Blanca de invierno. El coste del mantenimiento anual resultaba, sin embargo, demasiado elevado, y el Gobierno la devolvió en 1981. Poco después, Trump ofreció 15 millones de dólares y, cuando los herederos rechazaron la oferta, amenazó con comprar la parcela contigua y construir hasta taparles la vista. Al final se la quedó por 8 millones y en los años siguientes construyó una sala de baile de 1900 metros cuadrados e hizo colocar en el comedor una mesa de mármol para 34 personas.

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El joven Donald. El comedor habitual de la familia Trump, a la izquierda, y un detalle de la sala de billar, en el que se puede apreciar un óleo del expresidente con atuendo de tenis.

Trump utiliza como residencia un tercio del complejo principal; el resto lo comparte con los miembros del club. Por 1000 dólares la noche, los socios pueden dormir en aposentos históricos y degustar carne asada con la receta original de la madre de Donald. En las paredes cuelgan fotos de los integrantes de la familia y en una de ellas se ve al señor de la casa vestido con una camiseta blanca de tenis.

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Trump y su familia despidieron el año 2016 con una fiesta de 800 invitados a la que asistió Sylvester Stallone y en la que había helicópteros a disposición de los invitados.

A unas cuantas calles de Mar-a-Lago, Michael Kagdis, un millonario, «asesor de estrategia empresarial», saborea un café con leche al borde de su piscina. Vive desde hace 14 años en Palm Beach y está escribiendo un libro sobre la historia local. «El 60 por ciento de los vecinos votó a Trump -cuenta-, pero hasta su nominación era la persona más odiada por estos lares. No pertenece a este lugar».

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La habitación de Ivanka.Ya no la utiliza con frecuencia —casi no va por allí—, pero la hija del expresidente pasó muchísimas noches y tardes de su infancia en la que sigue siendo su habitación personal.

No en vano, desde que Trump vive en Palm Beach, no ha parado de cruzarse demandas con las autoridades locales. Una vez fue por los setos, otra por un campo de golf, otra cuando quiso que se prohibiera a los aviones volar sobre su propiedad, otra por instalar un mástil de 25 metros de altura… En esta última, por cierto, tras declararse dispuesto a acortarlo tres metros, levantó un montículo de tierra de tres metros y colocó allí el nuevo mástil, a la misma altura que al principio.

«Lo votó el 60 por ciento de los vecinos -dice uno de ellos-, pero hasta su nominación era la persona más odiada por estos lares»

El municipio, con 11.000 habitantes y seis clubes de campo, es una franja de playa de diez kilómetros unida por puentes a tierra firme. En las mansiones de estilo mediterráneo, rodeadas por muros de varios metros y setos recortados con patrones geométricos, se ve a latinos trabajando. «Este es un vecindario conservador», asegura Kagdis. Hasta hace unas décadas no se aceptaban judíos, negros ni homosexuales, hasta el punto de que una inmobiliaria se negó a venderle una mansión a Michael Jackson. «Entonces llegó Trump -dice Kagdis-, provocando con su pretenciosidad y criticando a los clubes por racistas». En el suyo, Mar-a-Lago, solo había un criterio de admisión: abonar la exorbitante cuota de socio.

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Empleados diversos. Buena parte de sus empleados son de origen extranjero, pese a sus constantes campañas para frenar la inmigración.

En Palm Beach la gente está dividida, aunque Kagdis cree que la mayoría valora la presencia de Trump. La vigilancia es mayor que nunca y, además, los precios de los inmuebles suben. «A la gente de aquí le vale con eso -dice Kagdis, mientras pesca un par de hojas en su piscina-. Si de vez en cuando hay atascos, bueno; en los círculos en los que nos movemos, no hay nada mejor que contarle a los amigos. ‘Uf, vaya lío que hemos tenido hoy, Trump ha venido otra vez, y… Ya sabes’».